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La política en democracia nace y vive del conflicto. En sociedades plurales, con intereses diversos e incluso hasta contrarios, la política busca ser el espacio donde las diferencias se dirimen a través de la negociación, el diálogo y el acuerdo.
Por eso, las posturas radicales, cerradas o inamovibles tienen —o debieran tener— poco futuro en la democracia: el todo o nada cancela el debate, lo sitúa en extremos irreconciliables y la cerrazón impide que todos cedan para que, al mismo tiempo, todos ganen.
La derrota o la victoria son, por ello, pasajeras bajo un régimen democrático. El que hoy está arriba puede estar abajo mañana; la oposición será gobierno un día y el Gobierno pasará a ser minoría que deberá volver a ganarse la confianza de la sociedad.
En todo este proceso yace latente siempre el conflicto, que es de alguna forma el acicate que hace funcionar a la política. Negarlo es ignorar la naturaleza propia de las sociedades; ignorarlo es pretender que el otro, el que piensa distinto, no existe o no vale la pena ser considerado.
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