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A mediados del siglo XIV, entre 1346 y 1347, estalló la mayor epidemia de peste de la historia de Europa, (tan sólo comparable con la que asoló el continente en tiempos del emperador Justiniano (siglos VI-VII)), y que perduró hasta su último brote a principios del siglo XVIII.
Esta se extendió rápidamente por las regiones de la cuenca mediterránea y el resto de Europa en pocos años. El punto de partida se situó en la ciudad comercial de Caffa (actual Feodosia), en la península de Crimea, a orillas del mar Negro.
Únicamente en el siglo XIX se superó la idea de un origen sobrenatural de la peste. El temor a un posible contagio a escala planetaria de la epidemia, que entonces se había extendido por amplias regiones de Asia, dio un fuerte impulso a la investigación científica, y fue así como los bacteriólogos Kitasato y Yersin, de forma independiente pero casi al unísono, descubrieron que el origen de la peste bubónica era la bacteria yersinia pestis, que afectaba a las ratas negras y a otros roedores y se transmitía a través de los parásitos que vivían en esos animales, en especial las pulgas (chenopsylla cheopis), las cuales inoculaban el bacilo a los humanos con su picadura.
Se trataba, pues, de una zoonosis, es decir, de una enfermedad que pasa de los animales a los seres humanos. El contagio era fácil porque ratas y humanos estaban presentes en graneros, molinos y casas –lugares en donde se almacenaba o se transformaba el grano del que se alimentan estos roedores–, circulaban por los mismos caminos y se trasladaban con los mismos medios, como los barcos.
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2. Se propaga por medio de sus pulgas. Las personas pueden contraer la peste cuando son picadas por una pulga que porta la bacteria de esta enfermedad a partir de un roedor infectado. En casos excepcionales, la afección se puede contraer al manipular un animal infectado.