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Cuando Leucipo y su discípulo Demócrito propusieron por vez primera la noción de átomo lo concibieron como la partícula última e indivisible de la materia. Dalton, unos dos mil años después, mantuvo esa opinión. Parecía necesario suponer que, por definición, el átomo no tenía estructura interna. Si el átomo podía dividirse en entidades aún menores, ¿no serían entonces dichas entidades menores los verdaderos átomos?
A través del siglo xix persistió esta concepción del átomo como partícula carente de fisonomía, carente de estructura e indivisible. Cuando esta teoría se vino finalmente abajo, fue como consecuencia de una línea de experimentación que no era en absoluto de naturaleza química. Muy al contrario, sucedió mediante estudios de la corriente eléctrica.
Si en un lugar existe una concentración de carga eléctrica positiva, y en otro una concentración de carga eléctrica negativa, entre los dos se establece un potencial eléctrico. Bajo la fuerza impulsora de este potencial eléctrico, fluye una corriente eléctrica desde un punto al otro, tendiendo esta corriente a igualar la concentración.
La corriente fluye más fácilmente a través de unos materiales que de otros. Los metales, por ejemplo, son conductores, y basta incluso con un pequeño potencial eléctrico para originar una corriente a través de ellos. Las sustancias como el vidrio, la mica y el azufre son no-conductores o aislantes, y se precisan potenciales eléctricos enormes para impulsar a través de ellas aun las corrientes más pequeñas.
No obstante, partiendo de un potencial eléctrico suficiente, puede crearse una corriente a través de cualquier material, sólido, líquido o gaseoso. Algunos líquidos (una solución salina, por ejemplo) conducen corrientes eléctricas con bastante facilidad, como ya sabían, de hecho, los primeros experimentadores. Un rayo también representa una corriente eléctrica que se traslada casi instantáneamente a través de millas de aire.
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