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No estoy convencida en afirmar que exista una “generación de cristal” en el plano en el que se les ha encasillado. Curiosamente, sí veo en ellos cercanía con esa circunstancia que los hace ser el “ciudadano de cristal”, que es la regla antitética del Estado democrático. El ciudadano de cristal es aquel siervo de un régimen totalitario que lo tiene cautivo y controlado y del que sabe todo a través de sus datos personales (que lo vigila y documenta su vida privada para someter sus actuaciones al control del gobierno despótico. A la vez, el ciudadano de cristal es un consumidor del cual el Mercado sabe todo, al grado que lo controla como pieza de sus estrategias de inducción comercial. En cualquier caso, debemos ver en los integrantes de la “generación de cristal” un efecto o consecuencia de las contradicciones de la forja social de la que han surgido sus integrantes. Hablo de la sociedad y el esquema de estímulos y riesgos que operan en ella y que los ha lastimado hasta volverlos débiles emocionales a pesar de tantas comodidades y satisfacciones materiales. Una penosa represalia social de la que somos responsables y a la que debemos comenzar a revertir con insumos que no son bienes fungibles en el estado o en el mercado: amor aplicado en dosis precisas y permanentes para aliviar ese individualismo ambicioso y solitario que los marchita sentimentalmente en amenazante aviso.