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En medio de la diversidad de visiones del mundo y de actitudes morales que se entrecruzan —pacífica o violentamente— en la sociedad actual, la fascinación que suscita el Arte en sus distintas manifestaciones lo ha convertido en uno de los pocos puntos de encuentro en medio de nuestro mundo plural a la vez que nihilista, donde las ideas han perdido casi toda su fuerza reveladora sobre el ser del hombre y de la naturaleza. De hecho, la Modernidad, desde el desprestigio kantiano de la Metafísica, erigió la Estética filosófica como la única disciplina válida para el conocimiento del ser, precisamente por basarse en una experiencia sensible que permite llegar a juicios universales sin pasar por el discurrir supuestamente engañoso de la razón. Puede decirse que la Estética como ciencia es un saber moderno y lleno aún de preguntas incontestadas o debatidas extremosamente. Entre ellas está la relación de la obra artística con el juicio moral del hombre, que requiere una reflexión serena sobre la esencia del arte y de la conciencia moral. Por eso estas páginas quieren ser una llamada al equilibrio entre el esteticismo (el arte impone su propia moral en todos los órdenes de la vida) y el moralismo (la moral, del tipo que sea, impera sobre las leyes internas de la obra artística y determina su validez estética), posturas igualmente perjudiciales para estas dos vertientes esenciales del obrar humano. De un modo sintético, quiero sólo apuntar algunas de las implicaciones más sustantivas entre la obra artística y la conducta moral del hombre, basándome en una antropología realista abierta a la trascendencia cristiana.