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Desde siempre se nos ha hablado del sacerdocio común como algo propio de todos los cristianos. Pero ha servido de bien poco. Ese sacerdocio, que es el de Jesús, y que representa una mutación sustancial con respecto al sacerdocio del pueblo judío y de otras culturas del Antiguo Oriente, es el único existente en la Iglesia.
El sacerdocio de Jesús no necesita de templos, ritos y sacrificios, ni de especiales intermediarios entre Dios y los hombres; es distinto, y se condensa en el amor que rige y mueve toda su vida, no en otro tipo de sacrificio externo o violento oficiado por intermediarios sagrados.
Hay que volver al origen y retomar el Evangelio, porque nos hemos alejado de él, otorgando el título de sacerdotes, únicamente a una élite – la clase clerical-, contrapuesta al laicado y erigida sobre él como una categoría superior, con poderes que la elevan sobre el resto de los fieles.
Admitir que la Iglesia se compone de dos categorías: una clerical y otra laical, con desigualdad entre ambas, es introducir algo contrario a la condición y dignidad sacerdotal de todo cristiano, fundada en el sacerdocio de Jesús.