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Cuando surge en Europa, a mediados del siglo XIX, el discurso sobre el Realismo, ya hace tiempo que los escritores y los artistas han puesto los ojos en la realidad circundante, pues el realismo estaba ya en germen en el Romanticismo. Los teóricos de este movimiento, en su deseo de ruptura con las normas clásicas, recomendaban la introducción de lo concreto en el arte; la poesía lírica debía aludir a objetos familiares y llamar las cosas por su nombre; el teatro debía representar la vida real y no dar de ella una idea esquematizada tras el disfraz clásico; la historia y la novela no podían dejar de evocar las condiciones materiales de la vida de épocas remotas o del tiempo presente. En el prefacio a Cromwell (1827), Víctor Hugo, en su reflexión sobre la coexistencia de lo sublime y lo grotesco, toma como punto de partida la doble postulación cuerpo y alma, nobleza y pueblo, bien y mal... En sus múltiples formas, el Romanticismo -y no sólo el Romanticismo revolucionario y utópico de Víctor Hugo (1802-1885), George Sand (1804-1876), Espronceda (1808-1842), etc.- integra una visión del entorno, no sistemática pero muy patente. Y sobre todo, basta citar a Stendhal (1783- 1842), a Honoré de Balzac (1794-1850), a Charles Dickens (1812-1878) y, ¿por qué no?, a Eugenio Sue (1804-1857), a Fernán Caballero (1797-1872), sin olvidar a los escritores y pintores costumbristas españoles, para poder hablar legítimamente de un «prerrealismo», todavía por estudiar en su conjunto. Es interesante observar que el autor que ejercitó mayor influencia, por sus obras y por sus ideas estéticas, en los novelistas españoles del gran realismo fue Balzac, que cronológicamente pertenece al período romántico. La admiración no regateada de Leopoldo Alas Clarín, (1852-1901) y Benito Pérez Galdós (1843-1920) por Gustave Flaubert y Émile Zola no se acompaña de una aceptación decisiva ni del «arte por el arte» de aquél ni de los absolutos presupuestos científicos de éste. En cambio, el modelo proclamado es Honoré de Balzac. «Yo aconsejo -escribe Clarín- a todo el que se interese seriamente en cuestiones de crítica literaria, no hablar jamás de oídas ni proceder por abstracciones; por esto recuso en esta cuestión a todo juez que no se sepa su Balzac. ¿Qué autor, ni aun Flaubert, ni aun Zola, deja la impresión de realidad que dejan muchas novelas del autor inmortal de Eugenia Grandet?» (Beser, 1972, pág. 59).
La cuestión del Realismo no radica sólo en la presencia de algún reflejo de lo real en la obra de arte, sino que depende del grado de atención y del papel que se le otorga a la realidad. Surge pues la orientación realista, como fenómeno de época, con la conciencia colectiva de que la realidad por sí sola (es decir, no sometida a un proceso de idealización) merece ser objeto de arte. Con el discurso sobre el Realismo entramos verdaderamente en una tendencia, una orientación, que abarca tanto la literatura como las bellas artes, dentro de la cual surge la doctrina naturalista, como un intento para relacionar la literatura con la ciencia.
La tendencia realista empieza a definirse en Francia por los años de 1850 y luego aparece en las décadas siguientes en Inglaterra, en España, en Portugal, en Italia y un poco más tarde en Alemania. Es cierto que en la extensión del Realismo a los varios países europeos influyen el pensamiento y las corrientes francesas, pero también es indudable que en todas las naciones europeas hay una evolución hacia una cierta homologación, con grandes diferencias, según las particulares situaciones históricas, de la sociedad burguesa.
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