Respuestas
Respuesta:
ok
Explicación:
Los Manoki nos pintamos cuando estamos felices», cuenta Aline Náci, indígena de la etnia Manoki. Para su cultura, la tintura en la piel es símbolo de identidad y de espiritualidad. A su lado está Wanessa Atsaba, de la comunidad Rikibaktsa, quien explica que, entre sus parientes, esta práctica se reserva normalmente para rituales o eventos importantes.
Los pueblos indígenas Manoki y Rikibaktsa son dos étnias del noroeste de Mato Grosso, estado situado en el centro de Brasil, limítrofe con Bolivia, y donde se sitúa el cinturón agrícola del sur de la selva amazónica, marcado por la deforestación. En esta región abundan los monocultivos de soja, maíz y algodón, entre otros, así como los extensos pastos con ganado.
Elaboración de pinturas corporales.
Tanto la pecuaria como la agricultura intensiva han colocado a Mato Grosso en el récord de los estados más deforestados de Brasil y principales responsables por la emisión de gases de efecto invernadero. «Cuando nos queremos pintar, tenemos que desplazarnos a otras regiones a procurar jenipapo (Genipa americana, fruto amazónico del que se extrae la tinta)», relata Jucéli Manitsi, también de la etnia Manoki. El problema es que la tala ha acabado con los árboles.
Ella explica que ante la preocupación por la ausencia de este fruto clave para la cultura indígena, algunas personas de su comunidad están plantando en las aldeas esta especie —que crecía de forma salvaje—, pero el problema es que puede tardar hasta ocho años en dar fruto. Sin miedo, Jucéli trepa unos cuatro metros por el tronco de un árbol para recolectar cuatro frutos de jenipapo. Con las manos llenas, baja con la misma tranquilidad con la que sube y sus movimientos tienen el aire de gesto cotidiano. «¿Quién nunca subió en un árbol de jenipapo?», cuestiona con tono orgulloso.
Respuesta:
espero que te ayude
Explicación:
Y entonces ocurre: una mujer Hamer se acerca bailando a uno de los jóvenes sentados levantando hacía el cielo su corneta. Éste se levanta y empuñando una fina vara de arbusto le propina un fuerte latigazo. Un impacto seco y fuerte, que casi me duele hasta a mí. La muchacha sonríe feliz, ha demostrado ante todos su valor y fuerza física y cada una de las cicatrices constituirán un tributo de amor hacia el joven saltador, una dolorosa marca que la convertirá en más apreciada y deseable a los ojos de los varones y con la que podrá conseguir una mayor dote. Una y otra vez el proceso se repite, y una y otra vez el ruido de la vara rasgando las brillantes pieles, una y otra vez las heridas cincelando los cuerpos, una y otra vez la sangre brillando con el reflejo del sol al atardecer….
Esta vez es una mujer de avanzada edad la que se acerca a uno de los muchachos (sólo aquellos que no están casados tienen el derecho de infringir los latigazos) y desafiante le invita a pegarle. El joven se recusa pero la mujer comienza a insultarle y finalmente el hombre accede a ejecutar el doloroso rito. Los extranjeros presentes expresamos con una mueca nuestra desaprobación pero ninguno somos capaces de apartar la mirada ante la hipnótica y cruel danza que se desarrolla ante nosotros.