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Era un lugar para escapar. Una pequeña isla rodeada de un mar tranquilo, lo suficientemente alejada de su mundo como para olvidarse de todo, recuperar la calma y reencontrarse con ella misma. El lugar perfecto para Sara que estaba dispuesta a dejar de lado sus viejos amores tóxicos y empezar una nueva vida. Lo que no se imaginaba ella era que también era el lugar perfecto para empezar su mejor historia de amor.
Las reticencias de Sara a tener una aventura de verano en una isla perdida del mundo se vinieron abajo en cuanto Mario la hizo reír tres minutos después de haberse encontrado caminando por la playa. Su ingenio y su naturalidad la desarmaron y se dejó llevar. Al fin y al cabo, uno de sus propósitos para esas vacaciones era aprende a ser menos reflexiva, a dejar de darle vueltas a todo.
La verdad es que Mario se lo puso fácil; la verdad es que Mario hacía las cosas tan fáciles. Le proponía paseos en bici, cafés con charla en el puerto y siestas ardientes que se prolongaban hasta la mañana siguiente. Sara estaba viviendo una auténtica historia de amor de verano. Y como tal, sabía que llegaría a su fin.
Era una tardecita de invierno, hacía mucho frío y llovía furiosamente. El viento soplaba, soplaba y soplaba... Sentados al lado de la chimenea, los nenes, María, Javier y Teresa comían con placer los bizcochitos calentitos que les ofreció su abuela. Teresa... coqueta, moviendo la cabeza y arreglándose sus trencitas, preguntó:
- Abu, y Lucas... ¿por qué no vino hoy?
- Está enfermito - contestó la abuela. - Pero igual lo tenemos con nosotros...
- ¿Y dónde está? - preguntaron los chicos, asombrados, mirando a su alrededor.
- Aquí, junto a mi corazón...- y con un movimiento rápido descubrió una carta que tenía oculta dentro de su blusa, y enseguida la volvió a guardar junto a su pecho.
Los chicos estaban tan intrigados, que empezaron a gritar:
- ¡Dale, abu, léela, léela!
La abuela, misteriosa e inquieta, respondió:
- No sean impacientes... vamos a leer la carta más tarde.
Javier y Teresa asintieron con la cabeza, pero María, la más chiquita, caprichosa y enojada, exclamó:
- Entonces... ¡¡queremos que nos cuentes un cuento... ahora mismo!!
La abuela, aliviada, afirmó:
- Me encanta contarles cuentos cuando llueve... ¿Están preparados?
- ¡Síiii!- respondieron los chicos.
- Bueno... ¡Escúchenme con cinco orejas y mírenme con veinte ojos..! Como todos los jueves, hoy les voy a contar un cuento... Pero en esta historia no va a haber ni duendes, ni brujas, ni princesas... Hoy les voy a contar un cuento real... un cuento-secreto... – murmuró despacito.
Con dulzura, la abuela invitó a María, su nieta menor, a sentarse en su regazo, y después de un largo y misterioso silencio, que a los chicos les pareció rarísimo, comenzó su relato:
- ¿Recuerdan cuando María todavía estaba en la panza de mamá...? Era un día como el de hoy : muy lluvioso y frío. Por la noche nos reunimos todos en la casa del Tío Pepe y la Tía Luly para conocer al nuevo primito... Y allí estaba él: Lucas, un precioso bebé, chiquitito, flaquito, sonrosado y llorón, en brazos de la tía Luly, tomando su mamadera como un gran comilón. El tío Pepe -calladito como siempre- lo miraba embelesado, y la tía Luly lucía orgullosa y oronda, como una reina feliz. Estaban tan contentos... ¡Por fin se habían reunido con su hijito..! ¡Sí¡¿Qué hicimos? - Al verlo a Lucas bebé, corrieron rapidito a acariciar la panza gorda de su mamá. Y allí adentro estabas vos, María, dando pataditas, como diciendo : ¡Aquí estoy, ya crecí, ya quiero salir, para jugar con mis hermanos y mi primito!.