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La segunda mitad del siglo XX nos legó un sistema avanzado y consolidado de promoción y protección internacional de los derechos humanos, con una penetración cada vez más intensa en los órdenes estatales. Este orden de los derechos humanos ha alterado las estructuras normativas, posicionando al individuo y su dignidad y derechos, en el lugar preferente de los ordenamientos estatales, siendo este elemento el factor determinante para decidir muchos de los conflictos de jerarquía normativa. Particularmente, en el ámbito latinoamericano, el individuo hoy ocupa un lugar privilegiado en la construcción del derecho constitucional. En consecuencia, los Estados latinoamericanos, en virtud del principio de cooperación leal con la Corte Interamericana de Derechos Humanos (en adelante, la Corte IDH), deben contribuir y facilitar de buena fe el desempeño de la Corte y, luego, dar cumplimiento efectivo a las sentencias de la misma.1
En otras palabras, las normas relativas a la dignidad de la persona humana y sus derechos se encuentran en la cúspide de la estructura normativa —sea ésta estatal o internacional— debiendo subordinársele todas las otras normas. De este modo, en el orden estatal, todas las normas existentes en el ordenamiento, incluso aquellas emanadas del Poder Constituyente, determinan su validez con base en su adecuación y conformidad con los derechos emanados de la dignidad humana. Así, existiría una matización en cuanto a la visión de que el ordenamiento jurídico determinaría la validez de sus normas con base en su adecuación o compatibilidad con una norma superior, entendida ésta desde la perspectiva de una fuente formal o instrumento de producción del derecho, consistente en que la validez de las normas del ordenamiento se determinaría desde la óptica del contenido normativo de los derechos humanos, de la máxima autorrealización del ser humano y de la dignidad humana en sí misma considerada, en su aspecto normativo.
Una de las consecuencias de este cambio de enfoque normativo, en el ámbito de los derechos humanos, sería que habría surgido un nuevo orden, tanto en la esfera estatal como en la esfera internacional de los derechos humanos. Este nuevo orden posee un derecho, el derecho de los derechos humanos, el cual, si considera los particularismos regionales, en el caso de América Latina se concretiza en el derecho americano de los derechos humanos (en adelante, el DADH). De esta manera, parafraseando a Alejandro Álvarez, en materia de derechos humanos, se deberían "aplicar e interpretar tanto las viejas como las nuevas instituciones jurídicas en conformidad tanto con este nuevo orden como con este nuevo derecho".2