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Estaba acorde con su estado de ánimo actual. El atardecer, para él, era la hora de los abatidos. Hombres y mujeres que habían peleado y perdido, que hacían el máximo esfuerzo por ocultar su derrota y sus desesperanzas de la mirada atenta de los curiosos, venían a la hora del crepúsculo, cuando sus ropas deslucidas, sus hombros caídos y sus ojos tristes podían pasar inadvertidos o, en todo caso, no ser reconocidos.
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