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El aparato digestivo está formado por un largo tubo de unos once metros, al que se asocian varias glándulas (hígado, páncreas, bazo). Su función consiste en transformar los alimentos que consumimos en sustancias que pueda emplear nuestro organismo.
El tubo digestivo se extiende desde la boca al ano. Este tubo se divide en varias partes, entre ellas se encuentran el esófago, el estómago, el intestino delgado y el grueso, que desemboca en el recto hasta el ano.
El proceso de la digestión comienza en la boca, donde los dientes se encargan de triturar los alimentos ingeridos y mezclarlos con la saliva para formar el bolo alimentíceo, que baja al estómago, a través del esófago.
Una vez en el estómago, los alimentos son triturados, disueltos y parcialmente digeridos hasta dejar una solución de ácido clorhídrico, enzimas y partículas alimentíceas, llamada quimo.
La disolución del alimento en el estómago, que tiene un litro y medio de capacidad, se produce con la ayuda de los movimientos musculares que agitan el bolo alimentíceo y además lo mezclan con los jugos gástricos. Estos jugos se encuentran contenidos en el estómago, por el cardias que comunica con el esófago.
Cuando la comida baja, el cardias se abre para dejarla pasar, pero el resto del tiempo evita que los ácidos gástricos asciendan por el esófago.
El quimo continúa bajando por el intestino delgado, siete metros de tubo digestivo muy replegado en sí mismo. La primera parte del intestino, el duodeno, sirve para mezclar de nuevo el quimo con los jugos procedentes del páncreas y la bilis.
Finalmente, el quimo, cada vez más diluido, alcanza el intestino grueso. Los alimentos no digeridos terminan en el recto donde son expulsados por el ano
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