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Respuesta:
Leyenda del origen de los ríos
La cosecha de la algarroba había terminado. La tribu fue al lugar donde realizaba
los festejos. Allí se reunieron para ver a quienes se encargaban de la
"representación": cuatro disfrazados (uno de ñandú, otro de quirquincho, el tercero
de jabalí y el último de tigre). Les acompañaban varios hombres que simulaban ser
cazadores. Desde que el juego comenzó, y en el que los animales debían ser
atrapados, actuaron a la perfección, imitando las características y las voces de los
animales. Se ponían frente a frente, trepaban a los árboles, se perseguían
intentando darse alcance, luchaban unos con otros y usaban los medios y astucias
empleados por los animales. Los hombres, a su vez, intentando atraparlos, los
asediaban, los corrían y atacaban, con el mismo entusiasmo que si fuera una
verdadera partida de caza.
Las carreras y las luchas se prolongaron largo rato, con gran alegría de los que
presenciaban el espectáculo. Cuando oscureció y el cielo se cubrió de estrellas, dio
comienzo la danza. Empezó a oírse el tambor que tocaba incansable el director del
baile, colocado en el centro del espacio destinado a la fiesta. Comenzaron la danza
dedicada a las estrellas (considerados los ojos de sus antepasados). Formando
varias ruedas, tomados de la mano y mirando siempre hacia arriba, danzaban,
siguiendo el compás del tambor. Así pasaron la noche entera. Terminó la fiesta
cuando el sol volvió a aparecer: sus rayos llegaron hasta los hombres y las mujeres
que, vencidos por el cansancio, dormían su fatiga al reparo de los árboles.
En ese momento llegó a la tribu un extranjero. Luego de una cosecha pródiga y de
los festejos con que celebraron, los ánimos de los indígenas se hallaban
predispuestos para recibir al recién llegado. El extranjero en vez de corresponder a
la buena acogida que se le dispensó, quiso imponer su voluntad, y lo consiguió
ocasionando daño a quienes sólo debía favores. Todos le temieron, convencidos de
que poseía un poder maléfico conferido por el demonio. Nadie se atrevía a lanzar
contra él sus flechas. El extranjero, por su parte, reía y actuaba de acuerdo a su
conveniencia, sin importarle el perjuicio que sus actos ocasionaban.
Los toldos de la tribu se hallaban en las cercanías de una gran laguna, cuyas aguas
brindaban abundante pesca; pero también esas aguas guardaban celosas al pez
sagrado, uno de tamaño extraordinario, el padre de los peces. Un día, los indígenas
vieron consternados que el extranjero se dirigía a pescar. Llevaba el arco y las
flechas de ellos.
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