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El debate clásico sobre la ciudadanía suele situarse en un escenario cerrado (el estado) y centrarse en su cualidad (derechos que contiene) y su diferenciación interna (tipos de ciudadanos que distingue). Normalmente no se pone en duda ese escenario, de tal manera que la ciudadanía se considera un bien particular de un estado a repartir, más o menos igualitariamente, entre sus miembros. La determinación de éstos, es decir, la pertenencia, se considera un privilegio del estado, que así protege al nosotros que lo constituye. En este artículo, en cambio, argumentamos que la ciudadanía no puede ser tomada como fuente de derechos, sino como un derecho del hombre. Derecho que no es hoy un mero ideal, sino cuestión de justicia, pues si la ciudadanía se piensa como un bien éste debe ser distribuido en el único escenario que la justicia puede asumir actualmente: un ámbito mundial, abierto a todos, pues en una economía mundializada, en que la producción y el reparto de la riqueza y la pobreza es efecto de la totalidad, sólo tiene sentido una justicia distributiva a nivel mundial y, por tanto, una ciudadanía universal