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Las religiones del Lejano Oriente y la Filosofía de la Grecia Clásica tienen una concepción cíclica del tiempo. Existen enormes diferencias entre ellas, pero la asunción básica es que el mundo ha existido desde siempre y cada cierto tiempo vuelven a acontecer las eras pasadas. A fin de cuentas, podemos observar ciclos en la Naturaleza tales como el de la noche y el día o las estaciones del año. Según esta concepción del mundo no sólo se repiten los ciclos naturales, sino también los acontecimientos.
Como ya vimos, Platón mismo atribuye un ciclo de mil años a la reencarnación de todas las almas. Una vez agotado el tiempo todas vuelven a encarnarse iniciándose un nuevo período de transmigraciones.
Según el cristianismo el mundo fue creado por Dios, que no solo creó los cielos y la tierra y todas las criaturas, sino que creó también el tiempo. Y algún día el mundo terminará de existir. No existen un eterno pasado y un eterno futuro. La Historia se inicia junto con la Creación del mundo y terminará con la segunda venida de Cristo y el Juicio Final.
El tiempo se desarrolla linealmente y no se repetirá. Entre estos puntos de inicio y fin se desarrollarán eventos que son únicos. Los hombres no conocemos los detalles de todo el devenir histórico, pero podemos ver las lineas generales de la dinámica histórica. Sabemos por revelación que al final vendrá el Juicio. Entre la Creación y el Juicio hay varios eventos de singular trascendencia: el pecado original; la espera de la llegada del Redentor[1]; y la encarnación del Hijo de Dios, la Pasión y el asentamiento de la Iglesia.
Ante la incompatibilidad de estas dos doctrinas Agustín opta por la bíblica. Más aún: cuanto más conocimiento tiene de la Biblia más convencido está de la linearidad del tiempo.
La ciudad terrena y la ciudad de Dios
La ciudad terrena y la ciudad de Dios no son lugares físicos, sino conceptos. Según Agustín la Humanidad está dividida en dos.
Por un lado está la mayoría de las personas, que se comportan de forma egoísta. Actúan en su propio beneficio y dejan a Dios de lado. Desprecian a Dios y se aman a sí mismos más que a él. Estos son los habitantes de la ciudad terrena.
Por otro lado están aquellos que han recibido la gracia de Dios y que por ello se han abandonado a sí mismos, se acercan a Dios y lo aman por encima de todas las cosas. Estos son los habitantes de la ciudad divina o civitate dei. Si bien la Iglesia tiene una conexión especial con Dios, el mero hecho de pertenecer a ella no garantiza la salvación. La Iglesia y la ciudad de dios no son la misma cosa. Tampoco lo son el Estado y la cuidad terrena.
Los habitantes de estas dos ciudades están mezclados y en lucha. En el futuro ambas ciudades se separarán y los ciudadanos de cada una de ellas resucitarán con sus cuerpos para recibir su merecido premio… o castigo. El premio de los habitantes de la civitate dei es la contemplación de Dios por el resto de la eternidad. No podemos ni imaginar lo que eso pueda significar. El castigo de los habitantes de la ciudad terrena es el tormento sin fin ardiendo en las llamas del Infierno. Eso sí, de acuerdo con la gravedad de los pecados de cada uno este sufrimiento será más o menos doloroso.