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Los historiadores discrepan. Para Luis Eduardo Nieto Arteta, los años de la Hegemonía Conservadora que siguieron a la Guerra de los Mil Días fueron una época de “retroceso generalizado”. David Bushnell, en cambio, los define como “la nueva era de paz y café”.
Hubo de todo: empequeñecimiento y retroceso, paz y café, corrupción y progreso. Lo que no se había ensayado nunca, ni siquiera bajo el radicalismo: veinte años de paz; o, para decirlo con más exactitud, veinte años sin guerra. Y algo muy diciente: bajo la Hegemonía Conservadora se escribió por primera vez una Historia Oficial de Colombia: la de Henao y Arrubla, cuya influencia sobre la realidad duraría más de medio siglo. El manual de Historia Patria (pues así se llamaba, y era más patriótico que histórico) de José María Henao y Gerardo Arrubla, académicos conservadores y católicos, fue el resultado de un concurso con un solo concursante (o, si se quiere, dos: Henao y Arrubla), cuyo jurado, homogéneamente conservador, lo hizo adoptar por ley de la república como texto oficial para la enseñanza de la historia. Pero a pesar de todo no era una versión partidista sectaria, como habían sido hasta entonces, de un lado o del otro, las obras históricas publicadas a lo largo del siglo XIX.
Esa historia oficial data de 1910, con motivo de la celebración del Centenario de la Independencia (es decir, de la Declaración del 20 de julio en Santa Fe). Pero el siglo XX había empezado ya en Colombia, aunque con el habitual retraso, en 1905. (Aunque también hay argumentos para sostener que sus inicios verdaderos sólo se darían en los años treinta). Y había empezado con él la que habría de llamarse Hegemonía Conservadora.
Pero el gobierno inaugural de tal Hegemonía, el del general Rafael Reyes, vencedor de las últimas guerras del siglo anterior pero ausente del país durante la más reciente y terrible de los Mil Días, no fue ni conservador ni hegemónico. Fue progresista en lo económico y administrativo, y en lo político dio cabida a los liberales. Así que fue recibido como un bálsamo por el país destruido y desangrado por la larga guerra y arruinado por la inflación galopante causada por las emisiones de papel moneda usadas por el gobierno para financiar su parte de las hostilidades. El presidente Reyes había sido elegido por la abstención liberal y el fraude conservador: el famoso episodio pintoresco del registro de Padilla, remota provincia de la Guajira desde donde el cacique y general Juanito Iguarán mandaba los resultados electorales firmados en blanco para que los rellenaran a su acomodo sus jefes políticos de Cartagena. Pero se ganó el respaldo de los liberales, aplastados bajo los gobiernos de la Regeneración y derrotados en la guerra, con la disolución del Congreso homogéneamente conservador y la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente que los incluía, aunque minoritariamente: con un tercio de los participantes. Sin elecciones: designados a dedo por Reyes, que pronto tomó resueltamente el camino de la dictadura personal. Una dictadura, sin embargo, bien acogida en los primeros tiempos, como ha sido tantas veces el caso en la historia de Colombia.
Reyes era admirador —hasta en el corte de los bigotes— del perpetuo dictador mexicano Porfirio Díaz, don Porfirio, y de su gobierno de ministros “científicos”: es decir, tecnócratas dóciles al jefe escogidos entre la clase de los banqueros y los hombres de negocios. Venía de pasar en el México del porfiriato los años de la última guerra colombiana, con lo cual estaba limpio de los odios recientes, y traía el propósito de la modernidad, resumido en el lema de gobierno de don Porfirio: “menos política y más administración”. Se consideraba un adalid del progreso, que no era para él asunto político sino técnico: “una poderosa locomotora volando sobre brillantes rieles”. Su trayectoria hasta entonces no había sido la tradicional de los políticos colombianos. Era un hombre de empresa: el primero de su índole en la historia del país (tal vez habría que remontarse para encontrar un precedente hasta las épocas de algún virrey progresista). Un emprendedor y un empresario: ni abogado de formación ni militar de profesión, salvo por su casi casual pero muy afortunada participación como general victorioso de las tropas conservadoras en las guerras civiles. Hombre práctico. En su juventud había sido aventurero explorador de las selvas del sur en busca de quina y caucho, y comerciante de ambas cosas, y alternativamente rico y quebrado, y rico otra vez; y sólo en su madurez había llegado a la política. Era, para usar una expresión de moda en la Europa de la época, “un profesor de energía”.