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Las últimas palabras de Alejo con que he cerrado el capítulo anterior me hicieron reflexionar de un modo que jamás se me había ocurrido hasta entonces; porque, aunque yo había vivido siempre en la pobreza y acostumbrándome a sufrir mil privaciones, no me faltó nunca la providencia por manos de mi heroica madre, y entonces mismo, huérfano como era, no tenía que pensar en mi pan de hoy, ni en el de mañana, que, más o menos amargo, llegaba a mis labios y aseguraba mi subsistencia.
— ¡Qué demonios!, el dinero es muy necesario —me dije— y debe serlo mucho más todavía en medio de los grandes dolores, cuando no es posible ni pensar siquiera en el modo de adquirirlo, ni buscarlo con el trabajo. La abuela —que debe ser algo mío, y que, si no lo es, yo quiero que lo sea—, la pobre abuela, ciega vive por lo visto del trabajo de Alejo y Dionisio . . . ¿No es un deber mío protegerla y servirla como ellos? ¿Pero qué puedo llevarle yo, holgazán de mí, ni para qué sirven ahora mis librotes y mi necia presunción de haber pasado el puente del asno en mi Nebrija? ¿Iré a verla así, con las manos vacías y los ojos llenos de lágrimas, para hacerle derramar solamente las últimas que habrán quedado en los suyos? . . .
Pensando así muy triste y cabizbajo llegué a mi cuarto; me cerré por dentro, y busqué una llave en el cajón de la mesa, para abrir el arca que contenía toda mi herencia, no inventariada todavía por mí hasta aquel momento.
No había más ropa blanca y de color que la mía, muy usada y raída. La de mi madre debió haber sido distribuida por su mandato a las pobres mujeres que la asistían. Sólo quedaba un par de sus zapatitos más nuevos, de cuero embarnizado y con rojos tacones, que yo besé y estuve mirando largo rato, hasta volver a ponerlos en su sitio. En un rincón encontré cuidadosamente enrollado el cuadro de la Virgen; y lo clavé en la pared, sobre la cabecera de mi cama, notando entonces que parecía un retrato de mi madre, y que tenía en un pliegue del manto azul, como imperceptibles sobras, las letras C y A con una rúbrica. Un paquete negro, que toqué distraídamente con la mano en seguida, me hizo estremecer, y lo dejé como estaba; era la cuerda del ahorcado. Hallé, por último, un baulito de madera, con su llave en la cerradura; lo puse sobre la mesa; lo abrí; saqué sucesivamente de él un paño no acabado de bordar, que tenía una mancha circular de sangre; una cajita de cartón, y la alcancía recompuesta de cola y aserrín, para unir los fragmentos.
La cajita de cartón contenía el alfiler, los aretes y el anillo de marfil de mi madre. Noté recientemente que éste era una obra delicada de diestro buril; tenía alrededor, dejando sólo un pequeño espacio para la tapita de oro, las palabras quichuas Cusi Coillur; la tapita tenía a su vez grabada una rosa, y abierta ella, en el fondo de una cavidad, permitía ver las mismas dos letras misteriosas del pliegue del manto de la Virgen.
La alcancía estaba muy liviana; pero al agitarla en mi mano sentí un pequeño ruido metálico y el más claro y seco de las monedas que golpeaban las paredes. Separé al punto con un clavo uno de los pedazos de la tapa recompuesta, y lancé un grito de alegría, con tanta satisfacción como si hubiese descubierto los tesoros de Tangatanga. Había algunas moneditas de oro, cinco o seis, muy nuevas y brillantes. Cogí una, me la puse en el bolsillo, acomodé todas las cosas como antes estaban, y salí corriendo en dirección a la casita que tanto conocía.
Vi desde media cuadra, al torcer una esquina, a la pobre Clara sentada en una alta silla, que se arrimaba a una hoja de la puerta. Vestía de negro; estaba muy pálida; me pareció ahora más bella que Mariquita, casi tanto como mi madre. Deshilaba sin verlo en su falda un trapo muy limpio de lino; uno de sus pies estaba recogido sobre el barrote de silla; el otro, desnudo, blanco y sonrosado, jugaba distraídamente con el zapato pendiente apenas de la punta de los dedos.
Sus hermosos ojos miraban al cielo por sobre el techo de aquel feo caserón del frente, y cantaba a media voz, como mi madre, el siguiente harahui del coro de doncellas del Ollanta, que reconocí al acercarme:
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bro no tenes resumen? hecho pasa porfa