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Ilustre y hermosísima María,
Mientras se dejan ver a cualquier hora
En tus mejillas la rosada aurora,
Febo en tus ojos, y en tu frente el día,
Y mientras con gentil descortesía
Mueve el viento la hebra voladora
Que la Arabia en sus venas atesora
Y el rico Tajo en sus arenas cría;
Antes que de la edad Febo eclipsado,
Y el claro día vuelto en noche obscura,
Huya la aurora del mortal nublado;
Antes que lo que hoy es rubio tesoro
Venza a la blanca nieve su blancura,
Goza, goza el color, la luz, el oro.
Respuestas
Respuesta:
Escrito al año siguiente de su tan celebrado soneto “Mientras por competir con tu cabello…”, también en este trató don Luis el tema horaciano del carpe diem, con estructura semejante a la del anterior y, ambos, a la del famoso soneto XXIII de Garcilaso de la Vega (1501-1536), nuestro primer gran poeta renacentista. El poema comienza con un famoso vocativo de feliz fortuna, “ilustre y hermosísima María”, acuñado por Garcilaso en el segundo verso de su Égloga III, dedicada, supuestamente, a doña María Osorio Pimentel, esposa de don Pedro de Toledo, hermano del duque de Alba y amigo del poeta: “Aquella voluntad honesta y pura, / ilustre y hermosísima María, / que en mí de celebrar tu hermosura, / tu ingenio y tu valor estar solía, / a despecho y pesar de mi ventura / que por otro camino me desvía, / está y estará en mí tanto clavada / cuanto del cuerpo el alma acompañada…”. Pero tampoco nos desviemos nosotros ahora. Parece indudable que Góngora usó el famoso sintagma en recuerdo y homenaje del “caballero Garcilaso”, maestro y modelo al que muchos poetas posteriores trataron de emular. No debemos suponer, pues, que tras el nombre de María hubiera una mujer real, ya que, en poesía clásica, era frecuente que el vocativo fuera una llamada poética al oyente o lector, quienquiera que fuese. Y, en efecto, aquí Góngora se dirige a un tú poético femenino describiendo uno por uno todos los elementos que constituyen su belleza, magnificándola y ponderándola hasta la exageración, con la habitual imaginería barroca; y, al mismo tiempo, la exhorta a que aproveche ese tesoro de su juventud, antes de que el tiempo, inexorable, haga los consabidos estragos. Algo muy parecido le había dicho el poeta romano Quinto Horacio Flacco (s. I a.C.) a su interlocutora Leucónoe; tras él, el galo-romano Ausonio y, luego, desde Francesco Petrarca (s. XIV), muchos de los grandes poetas del renacimiento italiano y aun los de toda Europa: ¡carpe diem, aprovecha el día, la ocasión, la edad…!, porque, como dijo Garcilaso al final del citado soneto: “Marchitará la rosa el viento helado. / Todo lo mudará la edad ligera, / por no hacer mudanza en su costumbre”.