La luna, que acababa de elevarse llena y grande bajo un cielo profundo sobre las crestas altísimas de los montes,
iluminaba las faldas selvosas, blanqueadas a trechos por las copas de los yarumos, argentando las espumas de los
torrentes y difundiendo su claridad melancólica hasta el fondo del valle. Las plantas exhalaban sus más suaves y
misteriosos aromas. Aquel silencio, interrumpido solamente por el rumor del río, era más grato que nunca a mi
alma.
Apoyado de codos sobre el marco de mi ventana, me imaginaba ver a María en medio de los rosales entre los
cuales la había sorprendido en aquella
mañana primera: estaba allí recogiendo el
ramo de azucenas, sacrificando su orgullo a
su amor. Era yo quien iba a turbar en
adelante el sueño infantil de su corazón:
podría ya hablarle de mi amor, hacerla el
objeto de mi vida. ¡Mañana!, ¡mágica
palabra la noche en que se nos ha dicho que
somos amados! Sus miradas, al encontrarse
con las mías, no tendrían ya nada que
ocultarme; ella se embellecería para felicidad
y orgullo mío.
Nunca las auroras de julio en el Cauca fueron tan bellas como María cuando se me presentó al día siguiente,
momentos después de salir del baño, la cabellera de carey sombreado, suelta y a medio rizar, las mejillas de color
de rosa suavemente desvanecido, pero en algunos momentos avivado por el rubor; y jugando en sus labios
cariñosos aquella sonrisa castísima que revela en las mujeres como María una felicidad que no les es posible
ocultar. Sus miradas, ya más dulces que brillantes, mostraban que su sueño no era tan apacible como había solido.
Al acercármele noté en su frente una contracción graciosa y apenas perceptible, especie de fingida severidad de
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que usó muchas veces para conmigo cuando después de deslumbrarme con toda la luz de su belleza, imponía
silencio a mis labios, próximos a repetir lo que ella tanto sabía.
Era ya para mí una necesidad tenerla constantemente a mi lado: no perder un solo instante de su existencia
abandonada a mi amor; y dichoso con lo que poseía y ávido aún de dicha, traté de hacer un paraíso de la casa
paterna. Hablé a María y a mi hermana del deseo que habían manifestado de hacer algunos estudios elementales
bajo mi dirección: ellas volvieron a entusiasmarse con el proyecto, y se decidió que desde ese mismo día se daría
principio.
Convirtieron uno de los ángulos del salón en gabinete de estudio; desclavaron algunos mapas de mi cuarto;
desempolvaron el globo geográfico que en el escritorio de mi padre había permanecido hasta entonces ignorado;
fueron despejadas de adornos dos consolas para hacer de ellas mesas de estudio. Mi madre sonreía al presenciar
todo aquel desarreglo que nuestro proyecto aparejaba.
Nos reuníamos todos los días dos horas, durante las cuales les explicaba yo algún capítulo de geografía, leíamos
algo de historia universal, y las más veces muchas páginas del Genio del Cristianismo. Entonces pude evaluar toda
la inteligencia de María: mis frases quedaban grabadas indeleblemente en su memoria, y su comprensión se
adelantaba casi siempre con triunfo infantil a mis explicaciones.
Jorge Isaacs. María. México. Editorial Aguilar. 1976
Contesta las siguientes preguntas en tu cuaderno:
a. ¿Por qué crees que se habla de plantas y fenómenos naturales en el texto?
b. ¿Qué papel cumple la naturaleza en el fragmento leído?
c. ¿Qué concepción del amor puede extraerse del fragmento que leíste?
d. Después de leer el fragmento de María, ¿cómo crees que era la vida de una mujer en el siglo XIX?
Respuestas
Respuesta:Si de contextos de larga duración se trata, lo primero que debemos señalar es que el debate y las prácticas en torno de la ciudadanía moderna se dan en relación con la constitución del capitalismo en Occidente y del proyecto de construcción de la democracia, aunque la ciudadanía tenga sus raíces griegas y romanas.2 En efecto, son las revoluciones Francesa, Inglesa y Norteamericana las que, levantándose contra la tradición medieval, crean el Estado-nación moderno, bajo el cual comienza a tener sentido la ciudadanía de la modernidad (Cortina, 1997: 56).
3 El individuo no debe dar cuenta de sus actos a la sociedad en cuanto éstos no se refieran o afecte (...)
2Según López (1997), el debate en torno a la ciudadanía ha pasado por tres momentos clave en la constitución de la modernidad. El primero se remonta al comienzo de la constitución del capitalismo y tenía como objetivo “desentrañar el sentido y las características del hombre en su relación con la sociedad y con el Estado modernos y en contraste con la sociedad tradicional […]”. Tuvo como principal escenario la Europa del siglo XIX y dio lugar a las concepciones liberales y socialistas. Algunos elementos comunes que identifican a los liberales son el individuo como punto de partida y como sujeto de derechos anteriores y superiores al Estado, una apuesta por la libertad negativa3 o los derechos civiles, la limitación del poder del Estado para proteger al individuo, preservar la vida, la libertad y la propiedad, y el temor a la igualdad social y a las acciones de clase. En esta primera etapa de la propuesta liberal surge el modelo que Macpherson (1997) denominó la democracia como protección: un Estado que promueve la sociedad de mercado y protege a los ciudadanos contra el gobierno, un gobierno para individuos egoístas de los que se supone tienen deseos infinitos de obtener beneficios privados para sí mismos y son naturalmente consumidores, es decir, individuos configurados por el mercado. Marx sostenía que esta igualdad jurídica de las personas ante la ley y el Estado como expresión del sujeto burgués e inscrita en la sociedad de mercado enmascaraba la profunda desigualdad económica de esa misma sociedad. Afirmaba que la revolución política moderna presentaba límites insalvables, pues eliminaba sólo negativamente los elementos particularistas del Estado y del mercado —en términos puramente políticos y legales—, pero los mantenía en el plano social y, sobre todo, en las relaciones de producción (López, 1997: 87, 90).
4 En contraposición, como veremos más adelante, a la ciudadanía como práctica.
3El segundo momento del debate se produjo, según este mismo autor, hacia la década de 1950 y se centró en la tensión entre democracia y capitalismo, es decir, en la relación entre las características de los derechos ciudadanos reconocidos y garantizados por los Estados democráticos y las estructuras de las clases sociales y del capitalismo. Su principal escenario fue el continente europeo, Inglaterra y Estados Unidos. T. H. Marshall, de quien podemos afirmar es el teórico que retoma y pone sobre la mesa el tema de la ciudadanía en este siglo, sostenía que a los derechos civiles conquistados en el siglo XVIII y a los políticos logrados en el XIX habría que sobreponerles los derechos sociales, pues los primeros no habían alcanzado a eliminar las desigualdades y éste último podría traer un mínimo de bienestar a la sociedad. Es decir, cada ciudadano debe ser tratado como un miembro pleno de la sociedad y considerado como igual en una sociedad de iguales. Para ello, y para garantizar la existencia y cumplimiento de los derechos civiles, políticos y sociales es necesaria la existencia de un Estado de bienestar. Así pues, el énfasis en la idea de ciudadanía está puesto en la existencia de un conjunto de derechos y en la posibilidad de que todas las personas puedan usufructuar de ellos. Es lo que en la literatura corriente sobre el tema se llama el status jurídico de la ciudadanía o la ciudadanía como status.
Explicación:
Respuesta:
pa q la pregunta
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