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La democracia en América Central llegó de manera más tardía que en el sur del continente y, a menudo, después de procesos más violentos, aunque pertenece de pleno derecho a la “tercera ola de la democracia” (Huntington, 1996). Ese retorno planteó la necesidad de acuerdos entre fuerzas políticas antagónicas, a veces enfrentadas militarmente, con un balance de centenares de miles de víctimas. El rediseño de las reglas del juego se tradujo en acuerdos de paz o en nuevas Constituciones que plantearon implícitamente algunos de los dilemas abordados por el Contrato Social de Jean-Jacques Rousseau: cómo lograr que el contrato social supere el estado de guerra (en el caso centroamericano, entendido en un sentido literal), cómo garantizar la libertad y la igualdad en sociedades altamente desiguales, cómo establecer la legitimidad de las autoridades a partir del consentimiento de todos.
Cualesquiera que fuesen las soluciones institucionales escogidas, las nuevas democracias otorgaron un papel fundamental a las elecciones, convertidas en el momento decisivo de la política y, en principio, periodo privilegiado para concretar los principios del régimen: la libertad de asociación, de expresión, la inclusión de los adultos, la existencia de fuentes alternativas de información (Dahl, 1998). Tan crucial lugar exige una participación política y electoral de características republicanas, que privilegia al ciudadano; y democráticas, que afirma el principio del elector competente
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