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1- El mago Merlín
Hace muchos años, cuando Inglaterra no era más que un puñado de reinos que batallaban entre sí, vino al mundo Arturo, hijo del rey Uther. La madre del niño murió al dar a luz, y el padre se lo entregó al mago de la corte para que lo fuera educando. El mago Merlín decidió llevar al pequeño al castillo de un noble, quien además tenía un hijo que se llamaba Kay. Para garantizar la seguridad del pequeño, Merlín nunca dijo que se trataba del hijo del rey, y se crió en la casa del noble. Cada día Merlín explicaba al pequeño Arturo todas las ciencias conocidas, y como era mago, incluso le enseñaba algunas ciencias del futuro, ciertas fórmulas mágicas. Los años fueron pasando y el rey Uther murió sin que nadie supiera de la existencia de Arturo más que el mago Merlín.
2- La princesa del fuego
Hubo una vez una princesa increíblemente rica, bella y sabia. Cansada de pretendientes falsos que se acercaban a ella para conseguir sus riquezas, hizo publicar que se casaría con quien le llevase el regalo más valioso, tierno y sincero a la vez. El palacio se llenó de flores y regalos de todos los tipos y colores, de cartas de amor incomparables y de poetas enamorados. Y entre todos aquellos regalos magníficos, descubrió una piedra; una simple y sucia piedra. Intrigada, hizo llamar a quien se la había regalado.
3- Todo pasa
Hubo una vez un rey que dijo a los sabios de la corte: “Me estoy fabricando un precioso anillo. He conseguido uno de los mejores diamantes posibles. Quiero guardar oculto dentro del anillo algún mensaje que pueda ayudarme en momentos de desesperación total, y que ayude a mis herederos, y a los herederos de mis herederos, para siempre. Tiene que ser un mensaje pequeño, de manera que quepa debajo del diamante del anillo”. Todos quienes escucharon eran sabios, grandes eruditos; podrían haber escrito grandes tratados, pero darle un mensaje de no más de dos o tres palabras que le pudieran ayudar en momentos de desesperación total... Pensaron, buscaron en sus libros, pero no podían encontrar nada.
4- Ramón el gruñón
En una pequeña aldea situada muy cerca del bosque vivía una familia que tenía un hijo muy desobediente. No hacía caso a las cosas que le decían. Cuando se enfadaba solía llorar como un bebé de pañal y sus gritos eran tan fuertes que parecía un ogro. De su boca salían palabras tan feas que a nadie le gustaba oír.
¿A que no adivináis cómo le llamaban en la aldea? Pues bien, su nombre era Ramón, y le llamaban “Ramón el gruñón”.
Sus padres ya no sabían qué hacer para que Ramón no fuera tan gruñón, pues como os he dicho antes, su comportamiento no lo hacía muy sociable y sus amigos no querían jugar con él. Se pasaba todo el santo día enfadado.
5- El dragón llorón
Muchas son las historias que se cuentan sobre dragones. Misteriosos seres que duermen en lo más profundo de la tierra y se alzan hasta lo más alto en el cielo escupiendo fuego de su garganta, mientras valientes caballeros luchan contra ellos para defender a bellas princesas de sus enormes garras.
Pero en este cuento nuestro dragón no tenía grandes colmillos, ni afiladas garras, ni siquiera echaba fuego por la boca. No era un dragón despiadado como los demás, ni era grande ni feroz, ni secuestraba a princesas, ni daba miedo... más bien daba risa. Porque eso era lo que hacían los habitantes del reino: reírse de Floro, que así era como se llamaba el pequeño dragón. Floro no había aprendido a echar fuego por la boca como debiera a su edad y eso le costaba muchos disgustos a sus padres, conocidos dragones desde hacía siglos en todos los confines de la tierra por su fiereza y crueldad.
6- La rosa de la Alhambra
En tiempos muy lejanos, reinaba en Granada un rey moro que se llamaba Mohamed y al cual sus súbditos apodaban "El Hayzari", que significa "El Zurdo". Algunos cronistas opinan que ese apodo se debía a que era, en realidad, zurdo, es decir, mucho más diestro con su mano izquierda que con la derecha; pero otros, en cambio, afirman que se lo habían adjudicado porque jamás conseguía hacer nada a derechas y su reinado fue un cúmulo de desastres y contrariedades.
Lo cierto es que un día, mientras cabalgaba seguido por su séquito por las estribaciones de la Sierra, se tropezó con uno de sus destacamentos, que regresaba de una incursión fronteriza trayendo consigo un buen número de prisioneros. El Rey, naturalmente, se interesó por los cautivos y pronto le llamó la atención la belleza de una joven cristiana que, inconsolable, lloraba angustiada en los brazos de su dueña. Preguntó quién era y le contestaron que la hija del alcaide de una fortaleza que habían atacado y saqueado a lo largo de su incursión. Mohamed, muy interesado, mandó que fuese llevada inmediatamente a su propio palacio y, una vez allí, fue alojada no como una prisionera, sino como un huésped de honor, reservándole las mejores habitaciones y poniendo a su disposición un enjambre de sirvientes.