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Capitulo 12
12
Los mensajes no llevaban firma. Lucía se los encontraba en todas partes: dentro de sus cuadernos, sobre su mesa, en el baño del colegio, en su casillero. El sentido era siempre el mismo: frases obscenas y dibujos ofensivos.
Al principio ella los leía, luego optó por destruirlos tan pronto llegaban a sus manos, y así pensó que el autor o los autores terminarían cansándose y la dejarían en paz.
Sólo en una ocasión se le ocurrió abrir su correo electrónico y su cuenta de Facebook, pero la cantidad y la violencia de los mensajes que ahí encontró fue tan aplastante que se sintió abrumada. No respondió a nadie, no dio explicaciones; simplemente optó por el silencio.
Una mañana Álvaro Herreros se cruzó en su camino a la hora del recreo cuando ella se dirigía a su refugio: la biblioteca.
Lucía intentó esquivarlo pero fue imposible:
— ¿Qué quieres? —dijo ella, asustada.
—Tranquila, Lucía, no te pongas así; sé por lo que estás asando y quiero ayudarte.
—No necesito tu ayuda, gracias.
—Lo digo en serio, confía en mí...
Por un segundo Lucía creyó ver en Álvaro una chispa de solidaridad. Él le extendió una mano, ella lo miró sin saber qué hacer y de inmediato escapó sin darle respuesta.
Cuando semanas atrás la bomba había estallado: los padres de Lucía habían acudido de inmediato al llamado de la directora del colegio y habían escuchado perplejos la versión que había creado cuidadosamente la institución.
El Ministerio de Educación estaba atento a los casos de hostigamiento escolar y de difusión de imágenes de menores en la red, y cualquier problema podría costarle al colegio una sanción e incluso la destitución de sus autoridades, por falta de prevención. En plena campaña electoral, el ministro había aparecido en cadena de radio y televisión hablando con palabras elegantes y difíciles, y exigiendo a los colegios que asumieran la responsabilidad de "precautelar la integridad física, psicológica y emocional de sus estudiantes, eliminando cualquier semilla de acoso escolar que pudiera caer en terreno fértil y atentar contra niños y jóvenes que son el futuro de este país".
Por lo tanto la versión final, que fue tomada por cierta en el colegio, responsabilizaba a Lucía de todo lo ocurrido. El hecho de que la foto hubiera sido enviada desde su propio celular anulaba cualquier sospecha respecto de sus amigas o de terceras personas. Era Lucía la única culpable. Ella se había fotografiado a sí misma con el torso desnudo, e irresponsablemente había difundido la imagen, consciente de sus consecuencias. Eso y punto. Así quedaría registrado.
— ¡A los 16 años una sabe exactamente lo que está haciendo! — Dijo la directora, enérgica, y luego lanzó la pelota—. Yo lamento lo que ustedes como padres están pasando, supongo que deben estar cuestionándose su papel como guía de sus hijas, pero quiero que sepan que nosotros no los juzgamos, queremos apoyarlos en todo lo que sea posible.
—Gracias, gracias... —decía el padre de Lucía apocado y nervioso, mientras se hundía avergonzado en el sillón de la sala de juntas. Su esposa sólo atinaba a secarse las lágrimas con un pañuelo de papel.
—Los padres de familia del curso de su hija están preocupados, y es natural. Nadie quiere que el mal ejemplo se contagie. Los padres del joven que recibió el mensaje dicen que jamás vieron a Lucía entre el grupo de amigos de su hijo; además, él les aseguró que no son ni amigos, ni compañeros, ni novios. Por lo tanto ellos exigen que el colegio exima de cualquier responsabilidad a su hijo.
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Los mensajes no llevaban firma. Lucía se los encontraba en todas partes: dentro de sus cuadernos, sobre su mesa, en el baño del colegio, en su casillero. El sentido era siempre el mismo: frases obscenas y dibujos ofensivos.
Al principio ella los leía, luego optó por destruirlos tan pronto llegaban a sus manos, y así pensó que el autor o los autores terminarían cansándose y la dejarían en paz.
Sólo en una ocasión se le ocurrió abrir su correo electrónico y su cuenta de Facebook, pero la cantidad y la violencia de los mensajes que ahí encontró fue tan aplastante que se sintió abrumada. No respondió a nadie, no dio explicaciones; simplemente optó por el silencio.
Una mañana Álvaro Herreros se cruzó en su camino a la hora del recreo cuando ella se dirigía a su refugio: la biblioteca.
Lucía intentó esquivarlo pero fue imposible:
— ¿Qué quieres? —dijo ella, asustada.
—Tranquila, Lucía, no te pongas así; sé por lo que estás asando y quiero ayudarte.
—No necesito tu ayuda, gracias.
—Lo digo en serio, confía en mí...
Por un segundo Lucía creyó ver en Álvaro una chispa de solidaridad. Él le extendió una mano, ella lo miró sin saber qué hacer y de inmediato escapó sin darle respuesta.
Cuando semanas atrás la bomba había estallado: los padres de Lucía habían acudido de inmediato al llamado de la directora del colegio y habían escuchado perplejos la versión que había creado cuidadosamente la institución.
El Ministerio de Educación estaba atento a los casos de hostigamiento escolar y de difusión de imágenes de menores en la red, y cualquier problema podría costarle al colegio una sanción e incluso la destitución de sus autoridades, por falta de prevención. En plena campaña electoral, el ministro había aparecido en cadena de radio y televisión hablando con palabras elegantes y difíciles, y exigiendo a los colegios que asumieran la responsabilidad de "precautelar la integridad física, psicológica y emocional de sus estudiantes, eliminando cualquier semilla de acoso escolar que pudiera caer en terreno fértil y atentar contra niños y jóvenes que son el futuro de este país".
Por lo tanto la versión final, que fue tomada por cierta en el colegio, responsabilizaba a Lucía de todo lo ocurrido. El hecho de que la foto hubiera sido enviada desde su propio celular anulaba cualquier sospecha respecto de sus amigas o de terceras personas. Era Lucía la única culpable. Ella se había fotografiado a sí misma con el torso desnudo, e irresponsablemente había difundido la imagen, consciente de sus consecuencias. Eso y punto. Así quedaría registrado.
— ¡A los 16 años una sabe exactamente lo que está haciendo! — Dijo la directora, enérgica, y luego lanzó la pelota—. Yo lamento lo que ustedes como padres están pasando, supongo que deben estar cuestionándose su papel como guía de sus hijas, pero quiero que sepan que nosotros no los juzgamos, queremos apoyarlos en todo lo que sea posible.
—Gracias, gracias... —decía el padre de Lucía apocado y nervioso, mientras se hundía avergonzado en el sillón de la sala de juntas. Su esposa sólo atinaba a secarse las lágrimas con un pañuelo de papel.
—Los padres de familia del curso de su hija están preocupados, y es natural. Nadie quiere que el mal ejemplo se contagie. Los padres del joven que recibió el mensaje dicen que jamás vieron a Lucía entre el grupo de amigos de su hijo; además, él les aseguró que no son ni amigos, ni compañeros, ni novios. Por lo tanto ellos exigen que el colegio exima de cualquier responsabilidad a su hijo.
esteban1029384756:
perdon pero me lo pueden dar resumido
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