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Explicación:Cuando en agosto de 2012 la entonces dirigente estudiantil, Camila Vallejo, criticó a los diputados que habían votado a favor de una reforma tributaria regresiva, mientras decían apoyar al movimiento social, Pepe Auth, diputado del Partido por la Democracia (PPD) aseveró: "Yo no sigo instrucciones de nadie".1 Cuando el diputado Gabriel Boric decidió marchar con los estudiantes, el pasado 8 de mayo, ausentándose de la Cámara, fue sancionado por esa institución por haber abandonado sus funciones legislativas sin una causa justificante. En su respuesta, el diputado señaló: "No es extraño que algunos se escandalicen con la asistencia a una marcha, pues durante más de veinte años el abismo entre lo social y lo político lo ha hecho, para ellos, inimaginable".2 Ambos hechos confirman una apreciación generalizada en el Chile actual: la política se ha autonomizado de las luchas sociales. Pero ¿cuándo y cómo se extremó y legitimó esa escisión?
Sin lugar a dudas, la Dictadura provocó un ensanchamiento de la distancia que ha existido históricamente entre lo social y lo político, debido a las prohibiciones, exclusiones y desapariciones múltiples que produjo, sin perjuicio de que con anterioridad al golpe de Estado se verificaran marginaciones de ciertos grupos sociales respecto de la participación y representación políticas. Los militares desgarraron el tejido social, proceso que se valió de la anatemización de la política, e instauraron un modo de producción de actores políticos escindidos de lo social-popular. Las transformaciones económicas y políticas y el régimen de terror que impuso Pinochet, destinado a disciplinar la sociedad, destruyeron la matriz sociopolítica clásica y acabaron con la forma tradicional de hacer política. Aun así, emergieron en ese contexto, en condiciones de autonomización forzada, organizaciones y movilizaciones con gran protagonismo de los sectores populares, para enfrentar los efectos más perversos del sistema de exclusión económica, social y política; sin embargo, las organizaciones sociales no fueron capaces de restaurar la vieja forma de articulación con los partidos políticos, ni de instaurar una nueva. Las dificultades de la vinculación socio-política en aquel periodo fueron consideradas por algunos sociólogos e historiadores sociales (Baño 1985; De la Maza y Garcés 1985, entre otros).
Más incomprensible ha resultado el hecho de que el retorno de la democracia política no trajera aparejado un fortalecimiento de los movimientos sociales. El sentido común y el discurso concertacionista hacían prever, efectivamente, "el reencuentro de sectores sociales y políticos" (Garretón 1986a: 17): "Lo lógico era suponer que el actual proceso político se apoyaría en la fuerza del pueblo movilizado" (Cárdenas 1991: 3). Por el contrario, los Gobiernos de la Concertación de Partidos por la Democracia evidenciaron, progresivamente, su profundo vaciamiento social; y la institucionalidad democrática se mostró como la "cáscara vacía" que había presagiado el politólogo Norbert Lechner (1987: 259). Tras el asombro inicial, algunos autores elaboraron trabajos que dan cuenta de la transmutación de la política en una actividad carente de sentido histórico, ensimismada y fetichizada, y de la pérdida de centralidad de los movimientos sociales: "Digámoslo de una vez. Lo que más llama la atención en los últimos años es la ausencia de conflictividad en la sociedad; tanto que parece que los movimientos sociales hubieran desaparecido" (Espinoza 2000: 207).3 En ese sentido, se ha hablado de un "segundo disciplinamiento" del mundo social (Guerrero 2006), que favoreció la desarticulación de los movimientos sociales que durante la Dictadura habían desempeñado un papel relevante. Sin embargo, compartimos con De la Maza la tesis de que "contrariamente a la imagen corriente, el diseño de la transición política chilena de fines de los años ochenta contemplaba como prerrequisito la desactivación de los movimientos sociales antidictadura que la habían hecho posible" (1999: 377). Aquel diseño buscó dotar de cientificidad la separación entre democracia política y democratización social, justificando la sujeción y la postergación de la segunda; de esa manera se avaló la elitización de la política y la subordinación y/o criminalización de lo social.4