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La creación del Virreinato del Río de la Plata en 1776 transformó las condiciones sociales y
culturales de la zona más austral del Imperio hispánico en América. Se estableció una
administración sólida y consistente -el Virrey y los Gobernadores Intendentes-, con el propósito de
defender el territorio, controlarlo eficazmente y hacerlo progresar. Este impulso se sintió sobre todo
en Montevideo, fondeadero de la flota de guerra, y en Buenos Aires, la capital y a la vez el puerto
de ese nuevo espacio político y económico, que incluía al Alto Perú y sus minas de plata.
Buenos Aires, puerto de la plata, tuvo un importante comercio, que fue más bien pasivo
hasta que las dificultades políticas y navales de España, notorias desde 1795, permitieron a los
comerciantes porteños ensayar un estilo mercantil activo y autónomo. El dinamismo comercial de
Buenos Aires estimuló la explotación ganadera, consistente en la matanza de animales cimarrones
en las llanuras de Entre Ríos y la Banda Oriental, para exportar los cueros. Se trataba de una
actividad primitiva, con mínimos requerimientos técnicos, adecuada para una sociedad primitiva,
que creció al margen de las convenciones sociales, donde blancos pobres, indios y negros se
mezclaron libremente. En el Interior del Virreinato, en cambio, la sociedad se organizó según las
líneas de castas, y fue más estable y ordenada. Las actividades económicas -agricultura de escala
reducida, ganadería, artesanías- se desarrollaron sin grandes sobresaltos y orientadas a las
necesidades de consumo del Alto Perú. La sociedad decente se concentraba en las ciudades, que
eran centros comerciales y administrativos.
En las décadas finales del siglo XVIII se manifiesta en este confín hispanoamericano una
sensible renovación cultural, coincidente con las ideas de los tiempos, pero canalizada en el marco
de la cultura establecida. No hubo aislamiento, pero tampoco brusca irrupción de novedades, sino
un calmo procesamiento, que fue dotando de nuevos contenidos a la cultura escolástica. El centro
cultural tradicional era la Universidad de Córdoba, fundada a principios del siglo XVII y
administrada por los jesuitas hasta su expulsión en 1767. Los sucedieron los franciscanos primero, y
desde 1800 se hizo cargo el Obispado. En Córdoba se estudiaba teología, y la enseñanza pasaba por
la doble censura eclesiástica y política, que permitió que las nuevas ideas fueran abriendose paso, de
manera moderada y dosificada. Así, en el marco del aristotelismo, comenzó a hablarse de la nueva
física, la de Descartes y Newton, que aunque solo fuera para criticarla. En 1801 el rector fray
Sullivan decidió comprar un "laboratorio" de física experimental, compuesto de diversas
"máquinas", que se ofrecía en venta. El Cabildo de Córdoba negó la autorización, argumentando
que en la Universidad debía enseñarse teología, aunque admitió que podía desarrollarse la física
teórica. En cambio, el rector recibió el apoyo franco de las más importantes autoridades
administrativas, incluyendo al Virrey, que apoyaron la enseñanza de la física experimental.
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