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LA LEYENDA DEL CONEJO EN LA LUNA
Quetzalcóatl, el dios grande y bueno, se fue a viajar una vez por el mundo con figura de hombre. Como había caminado todo un día, a la caída de la tarde se sintió fatigado y con hambre.
Pero todavía siguió caminando, hasta que las estrellas comenzaron a brillar y la luna se asomó a la ventana de los cielos.
Entonces se sentó a la orilla del camino, para descansar, cuando vio a un conejito que había salido a cenar.
-¿Qué estás comiendo?, – le preguntó.
-Estoy comiendo zacate. ¿Quieres un poco?
-Gracias, pero yo no como zacate.
-¿Qué vas a hacer entonces?
-Morirme tal vez de hambre y de sed.
El conejito se acercó a Quetzalcóatl y le dijo:
-Mira, yo no soy más que un conejito, pero si tienes hambre, cómeme, estoy aquí.
Entonces el dios acarició al conejito y le dijo:
– Me emocionan tus palabras – le dijo acariciándole la cabeza con suavidad – A partir de hoy, siempre serás recordado. Te lo mereces por ser tan bueno.
Y lo levantó alto, muy alto, hasta la luna, donde quedó estampada la figura del conejo.
Después, el dios lo bajó a la tierra y le dijo:
-Ahí tienes tu retrato en luz, para todos los hombres y para todos los tiempos.
Tú no serás más que un conejito, pero todo el mundo, para siempre, se ha de acordar de ti.
Cuando todo era oscuridad y reinaba el caos, los dioses se reunieron en Teotihuacán, para decidir qué dios se sacrificaría para iluminar el mundo.
Entonces Tecuciztécatl, “El dios precioso, adornado y pretencioso”, divinidad muy rica que todo lo que ofrendaba era precioso, como las plumas de quetzal, se adelantó y dijo: “Yo me haré cargo”. Inmediatamente los dioses se preguntaron: “¿Quién será el otro?”.
Se hizo un absoluto silencio. Ningún otro dios se atrevía a ofrecerse como voluntario. Todos temían sacrificarse. No hacían nada más que mirarse entre sí. Sobraban excusas para no ser elegido. Entonces los dioses se acordaron de Nanahuatzin, “El dios buboso, sarnoso”, un dios muy retraído que no hablaba. Entonces le solicitaron que él fuera el que alumbrara. Nanahuatzin aceptó de buena gana y sin vacilación: “Obedeceré lo que me han mandado”, dijo.
Y entonces se dispuso una enorme hoguera en el lugar llamado Teotexcalli, “La casa del peñasco de los dioses”, lugar considerado como “El hogar de lo divino”.
Mientras Nanahuatzin ofrendaba espinas de maguey con su sangre, cañas verdes atadas de tres en tres y bolitas de heno, Tecuciztécatl ofrecía espinas hechas de piedras preciosas, de coral colorado en vez de sangre, plumas de quetzal y pelotas de oro, deleitando al olfato con el mejor copal. En vez de copal Nanahuatzin quemaba las costras de sus bubas.
Con todos alrededor, en el Teotexcalli ardió el fuego por cuatro noches. Acto seguido los dioses se colocaron de pie en dos filas al lado de la hoguera, listos para presenciar el espectáculo. Nanahuatzin y Tecuciztécatl se situaron frente al fuego, en medio de los demás dioses. Y entonces estos últimos ordenaron: “¡Venga Tecuciztécatl! ¡Entra al fuego!”
Fue tal la resplandecía de Nanahuatzin que nadie lo podía mirar. Después de él y en el mismo lugar apareció Tecuciztécatl, igual de brillante. Y los dioses se preguntaron: “¿Acaso está bien que vayan los dos a la par?” “¡No!”, se contestaron.
En este momento uno de los dioses golpeó con un conejo a Tecuciztécatl, con lo que le suprimió el resplandor, quedando la luna como la vemos hasta ahora.