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La transnacionalización de empresas, esto es, su traslado, con presencia directa, a otras economías o países distintos a los de su origen, lo que ocurre desde hace más de un siglo en el mundo capitalista, no se puede comprender bien si no se conoce lo esencial del proceso que les permitirá exportar capital en forma de inversiones directas en el exterior, con sus efectos, tanto en los países de origen como en los receptores, de esa exportación. Para comenzar, hay que mencionar la acumulación, sobre la cual Carlos Marx (1818-1883) formuló a mediados del siglo 19 1 lo que llamó la ley general, absoluta, de la acumulación capitalista, de la siguiente manera: Cuanto mayores son la riqueza social, el capital en funciones, el volumen y la intensidad de su crecimiento y mayores también, por tanto, la magnitud absoluta del proletariado y la capacidad productiva de su trabajo, tanto mayor es el ejército industrial de reserva. La fuerza de trabajo disponible se desarrolla por las mismas causas que la fuerza expansiva del capital. (...)Una ley que, como todas las demás, se ve modificada en su aplicación por una serie de circunstancias que no interesa analizar aquí (Marx, 1946: 546-547). Si bien la lucha organizada de los trabajadores durante el siglo 20 impidió que se llegase a este  «dantesco» resultado de desempleo creciente que empobrece a los trabajadores, la lógica del desarrollo capitalista se mantiene, por cauces menos violentos.
Esa lógica lleva a que la acumulación desemboque en la concentración de la producción, con el incremento en el tamaño de las unidades productoras y, por tanto, en la posibilidad de que uno o varios productores puedan determinar algunas condiciones en el respectivo mercado. Este proceso ya lo había entrevisto en la segunda parte del siglo 18 el filósofo escocés Adam Smith (1994: 191 y 215) considerado uno de los fundadores de la Economía Política. Si bien definió a la competencia como una  «mano invisible» que podría llevar a cabo una mejor asignación de los recursos para beneficio común, así no fue ese el interés de sus propietarios, también vio el peligro del monopolio. Como escrito en su libro sobre La riqueza de las naciones, "Es raro que se reúnan personas del mismo negocio, aunque sea para divertirse y distraerse, y que la conversación no termine en una conspiración contra el público o en alguna estratagema para subir los precios. (...)". Y un poco más adelante insiste en que el "monopolio, igualmente, es el peor enemigo de la buena administración, que nunca puede establecerse de forma generalizada si no es a consecuencia de esa competencia libre y universal que fuerza a cada uno a recurrir a ella por su propio interés. (...) ". Como lo demuestra multitud de ejemplos, tales conspiraciones son de ocurrencia diaria en la sociedad moderna, incluso con la mirada permisiva del Estado.
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