¿Qué otro título le pondrías al cuento? Todo el campo se llamaba Raúl de Teresa Calderón.
Mi estreno en el amor se llamó Raúl. Tenía el pelo negro y la piel morena. Era el verano del 65
y yo andaba circulando por los diez años. A mi mamá se le ocurrió que viajáramos desde
Santiago con mis hermanas a Salamanca, el fundo de la abuela Benicia. Raúl vivía en Illapel,
pero la costumbre era reunirse en los veranos en Salamanca con la abuela y andar por el campo,
dejarse arrastrar por sus olores y mirar de cerca a los animales. La libertad absoluta. Raúl
tenía los ojos verdes y alargado como un gato. Subíamos a los árboles. Yo era una experta. Lo
había practicado por años en mi cerezo del huerto de provincia. Raúl admiraba mi destreza y
opinaba que ninguna mujer había logrado subir con él a ese boldo, y me lo indicó en la lejanía.
-Yo puedo- le dije riéndome. Como no me creyó, le pedí una oportunidad para demostrárselo.
Y subí. Y llegué a la rama más alta, antes que él. Desde entonces, durante todo el tiempo que
duró el verano, como un par de gatos subíamos todas las tardes a la copa del boldo y salíamos
llenos de ramas y con un aroma intenso a pecado que nos delataría en la lejanía. Raúl había
llevado al Choche, su amigo, que se convirtió en el amor de mi hermana. Y mientras ellos se
aventuraban en incursiones más audaces, yo me comprometía en el mejor de los cuentos de
hadas, insistiendo en princesa y hechizos, mientras el gato, leopardo, Raúl, insistía en Tarzán
y Jane.
Después de hartarnos de lo que llamábamos "piscina", a las tres de la tarde -un estanque
enorme donde le quitábamos el gobierno a las ranas e insectos- nos íbamos con los trajebaños
mojados a encaramarnos en los árboles. Nuestra mayor proximidad física fue tomarnos de las
manos transpiradas, detrás de alguien que siempre se sentaba al medio de nosotros, cuando
jugábamos naipe, la carioca, el burro y la escoba, después de tomar onces (1). Comíamos con
fascinación y un hambre voraz. Pan con manjar blanco, queso de cabra y mantequilla que hacían
las empleadas en las tardes para el batallón de parientes veraneantes. Solo debíamos tener
precauciones con el agua. No había agua potable ni luz eléctrica. Podíamos beber
exclusivamente unas deliciosas aguas frías, hervidas durante diez minutos, con hierbas y
azúcar que preparaba personalmente la abuela Benicia todas las mañanas para la muchedumbre
de nietos, verdaderos y en préstamo, por el resto de los familiares. Nos estaba permitido
jugar y todo lo que quisiéramos -como alejarnos de la vista de los adultos- mientras durara la
luz del día. Después a comer alrededor de una mesa iluminada con candelabros. Y de ahí, a
dormir.
Como era temprano, mi hermana y yo aprovechábamos de contarnos los avatares de nuestros
respectivos romances hasta que nos vencía el sueño. En la cama de al lado, separada por un
velador, mi mami dormía con la guagua. Una noche, mi mamá, que no estaba durmiendo como
suponíamos, y después de emplear el recurso de "Mami, queremos ir al baño", frase que
utilizábamos como contraseña para comprobar que estaba perdida en los sueños, ella descubrió
nuestros secretos. Se enteró, así, de mis sensaciones estimulantes producidas por la mano
transpirada de Raúl y de todo lo que mi hermana había sentido, visto y conocido con el tal
Choche, que obviamente había sido mucho más que una mano. Ahí se acabó el verano en pleno
febrero. Partir de regreso a Santiago y ponerse a sufrir echando de menos a Raúl que terminó
enfermo del tifus tan temido. Las aguas hervidas de la abuela no pudieron contra las bacterias.
Nadie supo que Raúl había tomado agua de las vertientes para demostrar que él sí era Tarzán
y que no podía enfermarse de nada porque era un hombre de la selva.
A los quince volvimos a encontrarnos en Illapel. Ya no sufría por él, ni él por mí, pero nos
regalamos enteros. Yo le di todos los besos que le estaba debiendo y me fui de regreso a
Santiago con el tifus que él me había quedado debiendo cinco años atrás.
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Respuesta: Un verano de ensueño?
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