• Asignatura: Religión
  • Autor: mariomontielrobertis
  • hace 3 años

cartas de san pablo que dode hay oraciones que ban dirigidas a dios​

Respuestas

Respuesta dada por: mariagonr2009
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Respuesta:Queridos hermanos y hermanas:

En las últimas catequesis hemos reflexionado sobre la oración en los Hechos de los Apóstoles; hoy quiero comenzar a hablar de la oración en las Cartas de san Pablo, el Apóstol de los gentiles. Ante todo, quiero señalar cómo no es casualidad que sus Cartas comiencen y concluyan con expresiones de oración: al inicio, acción de gracias y alabanza, y al final, deseo de que la gracia de Dios guíe el camino de la comunidad a la que está dirigida la carta. Entre la fórmula de apertura: «Doy gracias a mi Dios por medio de Jesucristo» (Rm 1,8), y el deseo final: «La gracia del Señor Jesús esté con vosotros» (1Co 16,23), se desarrollan los contenidos de las Cartas del Apóstol. La oración de san Pablo se manifiesta en una gran riqueza de formas que van de la acción de gracias a la bendición, de la alabanza a la petición y a la intercesión, del himno a la súplica: una variedad de expresiones que demuestra cómo la oración implica y penetra todas las situaciones de la vida, tanto las personales como las de las comunidades a las que él se dirige.

Un primer elemento que el Apóstol quiere hacernos comprender es que la oración no se debe ver como una simple obra buena realizada por nosotros con respecto a Dios, una acción nuestra. Es ante todo un don, fruto de la presencia viva y vivificante del Padre y de Jesucristo en nosotros. En la Carta a los Romanos, escribe: «Del mismo modo, el Espíritu acude en ayuda de nuestra debilidad, pues nosotros no sabemos orar como conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rm 8,26). Y sabemos que es verdad lo que dice el Apóstol: «No sabemos orar como conviene». Queremos orar, pero Dios está lejos, no tenemos las palabras, el lenguaje, para hablar con Dios, ni siquiera el pensamiento. Solo podemos abrirnos, poner nuestro tiempo a disposición de Dios, esperar que Él nos ayude a entrar en el verdadero diálogo. El Apóstol dice que precisamente esta falta de palabras, esta ausencia de palabras, incluso este deseo de entrar en contacto con Dios, es oración que el Espíritu Santo no solo comprende, sino que lleva, interpreta ante Dios. Precisamente esta debilidad nuestra se transforma, a través del Espíritu Santo, en verdadera oración, en verdadero contacto con Dios. El Espíritu Santo es, en cierto modo, intérprete que nos hace comprender a nosotros mismos y a Dios lo que queremos decir.

En la oración, más que en otras dimensiones de la existencia, experimentamos nuestra debilidad, nuestra pobreza, nuestro ser criaturas, pues nos encontramos ante la omnipotencia y la trascendencia de Dios. Y cuanto más progresamos en la escucha y en el diálogo con Dios, para que la oración se convierta en la respiración diaria de nuestra alma, tanto más percibimos incluso el sentido de nuestra limitación, no solo ante las situaciones concretas de cada día, sino también en la misma relación con el Señor. Entonces aumenta en nosotros la necesidad de fiarnos, de abandonarnos cada vez más a Él; comprendemos que «no sabemos orar como conviene» (Rm 8,26). Y el Espíritu Santo nos ayuda en nuestra incapacidad, ilumina nuestra mente y calienta nuestro corazón, guiando nuestra oración a Dios. Para san Pablo la oración es sobre todo obra del Espíritu en nuestra humanidad, para hacerse cargo de nuestra debilidad y transformarnos de hombres vinculados a las realidades materiales en hombres espirituales. En la Primera Carta a los Corintios dice: «Nosotros hemos recibido un Espíritu que no es del mundo; es el Espíritu que viene de Dios, para que conozcamos los dones que de Dios recibimos. Cuando explicamos verdades espirituales a hombres de espíritu, no las exponemos en el lenguaje que enseña el saber humano, sino en el que enseña el Espíritu» (1Co 2,12-13). Al habitar en nuestra fragilidad humana, el Espíritu Santo nos cambia, intercede por nosotros y nos conduce hacia las alturas de Dios (cf. Rm 8,26).

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