El autobús salía de Penang y debía cruzar la selva y las aldeas de Indochina para llegar a Saigón.
Nadie entendía mi idioma ni yo entendía el de nadie. Nos parábamos en recodos de la selva virgen, a lo largo del interminable camino, y descendían los viajeros, campesinos de extrañas vestiduras, taciturna dignidad y ojos oblicuos. Ya quedaban sólo tres o cuatro dentro del imperturbable carromato que chirriaba y amenazaba desintegrarse bajo la noche caliente.
De repente me sentí presa de pánico. ¿Dónde estaba? ¿Adónde iba? ¿Por qué pasaba esa noche larguísima entre desconocidos? Atravesábamos Laos y Camboya. Observé los rostros impenetrables de mis últimos compañeros de viaje. Iban con los ojos abiertos. Sus facciones me parecieron patibularias. Me hallaba, sin duda, entre típicos bandidos de un cuento oriental.
Se cambiaban miradas de inteligencia y me observaban de soslayo. En ese mismo momento el autobús se detuvo silenciosamente en plena selva. Escogí mi sitio para morir. No permitiría que me llevaran a ser sacrificado bajo aquellos árboles ignotos cuya sombra oscura ocultaba el cielo. Moriría allí, en un banco del desvencijado autobús, entre cestas de vegetales y jaulas de gallinas que eran lo único familiar dentro de aquel minuto terrible. Miré a mi alrededor, decidido a enfrentar la saña de mis verdugos, y advertí que también ellos habían desaparecido.
Esperé largo tiempo, solo, con el corazón acongojado por la oscuridad intensa de la noche extranjera.
¡Iba a morir sin que nadie lo supiera! ¡Tan lejos de mi pequeño país amado! ¡Tan separado de todos mis amores y de mis libros!
De pronto apareció una luz y otra luz. El camino se llenó de luces. Sonó un tambor; estallaron las notas estridentes de la música camboyana. Flautas, tamboriles y antorchas llenaron de claridades y sonidos el camino. Subió un hombre que me dijo en inglés:
—El autobús ha sufrido un desperfecto. Como será larga la espera, tal vez hasta el amanecer, y no hay aquí dónde dormir, los pasajeros han ido a buscar una troupe de músicos y bailarines para que usted se entretenga.
Durante horas, bajo aquellos árboles que ya no me amenazaban, presencié las maravillosas danzas rituales de una noble y antigua cultura y escuché hasta que salió el sol la deliciosa música que invadía el camino.
El poeta no puede temer del pueblo. Me pareció que la vida me hacía una advertencia y me enseñaba para siempre una lección: la lección del honor escondido, de la fraternidad que no conocemos, de la belleza que florece en la oscuridad.
IDENTIFICA LOS ELEMENTOS DEL MUNDO DE LO NARRADO EN CADA CASO.
EXTRAE DEL TEXTO DOS EXPRESIONES QUE REFIERAN A IDEAS DE LUGAR Y DOS QUE EXPRESEN IDEAS DE TIEMPO.
EXPLICA LA SIGUIENTE EXPRESIÓN DEL TEXTO: “ Me pareció que la vida me hacía una advertencia y me enseñaba para siempre una lección: la lección del honor escondido, de la fraternidad que no conocemos, de la belleza que florece en la oscuridad.”
EXTRAE DEL TEXTO:
UN ENUNCIADO NO ORACIONAL
UN ENUNCIADO ORACIONAL DE UNA ORACIÓN (MARCA ENUNCIADO Y VERBO)
UN ENEUNCIADO ORACIONAL DE MÁS DE UNA ORACIÓN.
EXTRAE DEL TEXTO EXPRESIONES EQUIVALENTES, (SUSTITUTOS LÉXICOS)
A –“AUTOBÚS”
B - “CAMPESINOS”
¿CUÁNTAS VOCES APARECEN EN EL TEXTO? IDENTIFICA CADA UNA DE LAS DISTINTAS VOCES QUE APARECEN EN EL TEXTO Y COPIA DE CADA UNA UN EJEMPLO.
Respuestas
Explicación:
El autobús salía de Penang y debía cruzar la selva y las aldeas de Indochina para llegar a Saigón. Nadie entendía mi idioma ni yo entendía el de nadie. Nos parábamos en recodos de la selva virgen, a lo largo del interminable camino, y descendían los viajeros, campesinos de extrañas vestiduras, taciturna dignidad y ojos oblicuos. Ya quedaban sólo tres o cuatro dentro del imperturbable carromato que chirriaba y amenazaba desintegrarse bajo la noche caliente.
De repente me sentí presa de pánico. ¿Dónde estaba? ¿Adonde iba? ¿Por qué pasaba esa noche larguísima entre desconocidos? Atravesábamos Laos y Camboya. Observé los rostros impenetrables de mis últimos compañeros de viaje. Iban con los ojos abiertos. Sus facciones me parecieron patibularias. Me hallaba, sin duda, entre típicos bandidos de un cuento oriental. Se cambiaban miradas de inteligencia y me observaban de soslayo.
En ese mismo momento el autobús se detuvo silenciosamente en plena selva. Escogí mi sitio para morir. No permitiría que me llevaran a ser sacrificado bajo aquellos árboles ignotos cuya sombra oscura ocultaba el cielo. Moriría allí, en un banco del desvencijado autobús, entre cestas de vegetales y jaulas de gallinas que eran lo único familiar dentro de aquel minuto terrible. Miré a mi alrededor, decidido a enfrentar la saña de mis verdugos, y advertí que también ellos habían desaparecido.
Esperé largo tiempo, solo, con el corazón acongojado por la oscuridad intensa de la noche extranjera. ¡Iba a morir sin que nadie lo supiera! ¡Tan lejos de mi pequeño país amado! ¡Tan separado de todos mis amores y de mis libros!
De pronto apareció una luz y otra luz. El camino se llenó de luces. Sonó un tambor; estallaron las notas estridentes de la música camboyana. Flautas, tamboriles y antorchas llenaron de claridades y sonidos el camino. Subió un hombre que me dijo en inglés:
—El autobús ha sufrido un desperfecto. Como será larga la espera, tal vez hasta el amanecer, y no hay aquí dónde dormir, los pasajeros han ido a buscar una troupe de músicos y bailarines para que usted se entretenga.
Durante horas, bajo aquellos árboles que ya no me amenazaban, presencié las maravillosas danzas rituales de una noble y antigua cultura y escuché hasta que salió el sol la deliciosa música que invadía el camino.
El poeta no puede temer del pueblo. Me pareció que la vida me hacía una advertencia y me enseñaba para siempre una lección: la lección del honor escondido, de la fraternidad que no conocemos, de la belleza que florece en la oscuridad.”