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La controvertida Ley de memoria histórica es motivo de pasiones encontradas y ello aleja de lo verdaderamente importante. Las víctimas ya no pueden recuperar el tiempo robado, pero necesitan recobrar el honor que les arrebató el Franquismo; régimen militar que se implantó en 1939 una vez terminada la guerra civil. Dichas personas no tenían otro delito que haber servido a la República y por ello fueron perseguidas, encarceladas, torturadas y muchas de ellas fusiladas.
Recordar lo sucedido no es hacer otra cosa que recuperar la verdad silenciada durante tantos años y ello no puede abrir ninguna herida, sino curar las que quedaron falsamente cerradas. Asumir los hechos tal como sucedieron es una necesidad y ningún pacto de silencio puede anular la memoria, ni suprimir las historias que las víctimas vivieron.
Hubo muchos muertos en la contienda, como en tantas otras guerras y en tantos enfrentamientos civiles. Los dos bandos lloraron a sus muertos, pero esa no es la cuestión a debate. Ahora hay que hablar de aquellos que murieron después de la contienda; de las víctimas de una represión de posguerra que generó miles de muertos. Personas que fueron arrancadas de sus hogares para terminar fusiladas en cualquier parte; personas que tras juicios sumarísimos fueron ejecutadas o encarceladas por el simple hecho de haber servido a gobiernos legítimos de la República. Las cárceles se vieron saturadas y tuvieron que habilitar cuarteles para coger a los prisioneros. Mirta Núñez, catedrática de Historia Contemporánea de la Universidad Complutense de Madrid, estima en su libro de investigación, “Los años del terror”, que al terminar la guerra civil había aproximadamente 300.000 presos políticos. Los socorridos trabajos forzados que conllevaban la reducción de la pena impuesta, fueron una válvula de escape a dicho desbordamiento, además de una solución a la falta de mano de obra de un país devastado por tres años de guerra civil.