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El primer escollo que debió superar la Iglesia primitiva fue éste: ¿Sería la Iglesia una rama más de la religión judaica, o se trataba de algo nuevo? ¿Cómo llegó el cristianismo a independizarse de sus raíces judías y convertirse en una religión universal?
Nuestra religión se llama católica, es decir, universal. Cristo envió a los suyos “a todas las naciones” (Mt 28, 19), diciéndoles: “Seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta el extremo de la tierra” (Hech 1, 8). Sin embargo, dicho universalismo no fue entendido desde el inicio por todos. Tal desinteligencia constituyó el primer gran escollo con que se topó la Iglesia en los albores de su existencia.
¿Cuál era la actitud que se debía tomar frente a la ley antigua, frente a Israel? No olvidemos que los cristianos estaban convencidos de que Israel era el pueblo de Dios. Gran parte de los primeros cristianos eran judíos de nacimiento, como los doce apóstoles y los setenta y dos discípulos, fieles a la ley de Moisés, y sólo podían entender el cristianismo como un complemento del judaísmo. La Iglesia no era sino la flor que coronaba el viejo tronco de Jesé.
Resultaba lógico que así pensaran. Parecía, pues, obvio que en el pensamiento de muchos de los primeros cristianos la Iglesia no fuera sino la prolongación de Israel, una nueva rama brotada del pueblo elegido. Para muchos de ellos la Iglesia era judía: judío su divino fundador, judía su madre, judíos los apóstoles, judíos sus primeros miembros. Como se ve, la Iglesia hundía sus raíces en el antiguo Israel.
Esta perplejidad se manifestaba asimismo en la liturgia de los primeros cristianos. Tenían un culto propio, que realizaban en las casas particulares y consistía en escuchar la predicación de los apóstoles y celebrar la fracción del pan o Eucaristía. Pero también asistían al culto público, que se celebraba en el templo, junto con los demás judíos (cf Hech 2, 42.46). Igual que había hecho Jesús, acudían a las sinagogas, donde les era posible hacer oír la buena nueva al interpretar la ley y los profetas. Lo único que los distinguía de los allí presentes era la fe en que Cristo, muerto y resucitado, era el Mesías anunciado por los profetas.
Nuestra religión se llama católica, es decir, universal. Cristo envió a los suyos “a todas las naciones” (Mt 28, 19), diciéndoles: “Seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta el extremo de la tierra” (Hech 1, 8). Sin embargo, dicho universalismo no fue entendido desde el inicio por todos. Tal desinteligencia constituyó el primer gran escollo con que se topó la Iglesia en los albores de su existencia.
¿Cuál era la actitud que se debía tomar frente a la ley antigua, frente a Israel? No olvidemos que los cristianos estaban convencidos de que Israel era el pueblo de Dios. Gran parte de los primeros cristianos eran judíos de nacimiento, como los doce apóstoles y los setenta y dos discípulos, fieles a la ley de Moisés, y sólo podían entender el cristianismo como un complemento del judaísmo. La Iglesia no era sino la flor que coronaba el viejo tronco de Jesé.
Resultaba lógico que así pensaran. Parecía, pues, obvio que en el pensamiento de muchos de los primeros cristianos la Iglesia no fuera sino la prolongación de Israel, una nueva rama brotada del pueblo elegido. Para muchos de ellos la Iglesia era judía: judío su divino fundador, judía su madre, judíos los apóstoles, judíos sus primeros miembros. Como se ve, la Iglesia hundía sus raíces en el antiguo Israel.
Esta perplejidad se manifestaba asimismo en la liturgia de los primeros cristianos. Tenían un culto propio, que realizaban en las casas particulares y consistía en escuchar la predicación de los apóstoles y celebrar la fracción del pan o Eucaristía. Pero también asistían al culto público, que se celebraba en el templo, junto con los demás judíos (cf Hech 2, 42.46). Igual que había hecho Jesús, acudían a las sinagogas, donde les era posible hacer oír la buena nueva al interpretar la ley y los profetas. Lo único que los distinguía de los allí presentes era la fe en que Cristo, muerto y resucitado, era el Mesías anunciado por los profetas.
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