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Dentro del vocabulario político actual, nada suscita tanto acuerdo y al mismo tiempo tanta polémica como lo que entendemos por democracia. Hay un consenso mayoritario para considerarla el único sistema político legítimo, la única forma de gobierno dotada de una legitimidad universal. El último cuarto de siglo ha sido escenario de lo que Huntington llama la terceraola de democratización, tras el ocaso de los regímenes autoritarios de Europa del Sur, el agotamiento de las dictaduras militares en América latina y el final del bloque soviético, que ha aumentado de forma notable el número de democracias en el mundo. Sin embargo, donde termina la validez del argumento aritmético comienza la polémica sobre la naturaleza de la democracia. Que haya más sistemas democráticos no implica que todos sean iguales. ¿Acaso son comparables, por ejemplo, las democracias francesa o británica con los regímenes surgidos en Europa central y oriental después de 1989? Como ha sostenido Alain Touraine, la euforia propiciada por la democratización de los sistemas de Europa del Este se debió más a la desaparición de los vestigios de un poder totalitario que a su equiparación con otras democracias europeas más sólidas. Por otra parte, la existencia de más democracias no debe hacernos olvidar los desafíos a los que ellas se enfrentan en el horizonte del fin de siglo. En el caso de las transiciones a la democracia surgidas tras el final de la Unión Soviética, la política está muy condicionada por el retorno a la economía de mercado y por los problemas derivados de los nacionalismos excluyentes, mientras que en las democracias occidentales, la política se ve condicionada por la economía, la globalización, las nuevas tecnologías y el multiculturalismo. En una palabra, la unanimidad sobre la legitimidad de la democracia como sistema político convive con la diversidad de enfoques sobre su significado ante los nuevos problemas que debe afrontar hoy.
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