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El mercader ha representado a lo largo de la historia una de sus figuras más destacadas, visto que ha acompañado uno de los desarrollos fundamentales de la ociedad: la aparición de la vida urbana y el aumento del número de ciudades. Los comienzos de la vida comercial europea no fueron nada fáciles, debido sobre todo a la escasez de vías terrestres en buen estado, así como a los peligros que acechaban a los mercaderes a cada paso, razón por la que el coste de las mercancías incluía un porcentaje muy alto de tasas de transporte, variando desde el 25% en el caso de bienes de escaso volumen y alto valor (las especias) hasta el 150% en el caso de las mercancías de gran volumen y bajo precio (los granos)2. Más adelante, en los siglos XI-XIII, una vez acabadas las invasiones, se instala un periodo de relativa paz: las vías marítimas y terrestres se vuelven más seguras, lo cual, unido a un gran aumento demográfico que provee a la Cristiandad de consumidores y productores, determina el florecimiento del comercio3. Entre el Mediterráneo y el Mar del Norte, los dos polos del comercio internacional, aparecen dos franjas de poderosas ciudades comerciales: en Italia, Provenza y España por un lado y en la Alemania del norte por el otro4. El viaje del mercader de la Edad media al Renacimiento estuvo plagado de cambios importantes de visión y recibimiento por parte de la Iglesia, que al principio vio en el mercader una actividad condenable por la razón de que mediante la práctica del interés, tal como rezaba santo Tomás, se vendía el tiempo que únicamente podía pertenecer a Dios. Los albores de la actividad comercial encontraron al mercader ejerciendo su actividad con los musulmanes, los grandes enemigos de los cristianos, sobre todo en la época de las Cruzadas, lo cual, unido al primer argumento, fue razón suficiente para que la Iglesia del siglo XIII los condenase.
No obstante, a medida que nos estamos acercando al siglo XVI, la Iglesia va flexibilizando sus visiones acerca de la actividad del mercader basada en el lucrum y en la usura, anteriormente considerada pecado mortal, dándose cuenta de la utilidad de esta clase social que viajaba a tierras lejanas para traer productos útiles para la sociedad cristiana. De hecho, la Iglesia basó su perdón a los mercaderes en el «bien común» y la «utilidad pública», idea muy importante tanto para Aristóteles como para santo Tomás5. En los siglos XIII-XV, la Iglesia se decanta por apoyar al mercader de la clase media, al pequeño artesano, frente al gran mercader hacia el que sigue teniendo su reticencia, razón por la que trata de imponer límites para diferenciar al buen mercader del malo, como por ejemplo el lucrum moderatum o el justum pretium6, una diferencia que traspasará la barrera de la Edad media y veremos retratada también en los siglos siguientes. A lo largo del Renacimiento que hizo hincapié en el individuo y en la importancia de sus propios deseos, es el mercader el que decide de qué lado se quiere posicionar: ya sea del de la Iglesia, por su temor medieval al Infierno a causa de su actividad, ya sea del de la Reforma, que aportará la idea de éxito y de alianza entre la religión y los negocios. Con lo cual, la tipología de mercader es una cuestión de elección personal.
Tal como podemos comprobar, el mercader es un personaje que despierta muchas ideas contradictorias y que, al estar ligado por definición al dinero, está relacionado al universo del poder, un concepto que se desarrolla ampliamente a lo largo de los siglos XVI-XVII, avanzando hacia el culto del poder del que serán partícipes los grandes mercaderes en su deseo personal de adquirir cargos y dignidades importantes.
En el siglo XVI el eje de la actividad comercial se desplaza hacia el Atlántico, mientras que su organización adquirió «una gran variedad de formas debido al afán de proteger el capital comercial, de facilitar y conseguir contactos a larga distancia y de distribuir el riesgo de las operaciones comerciales. Los mercaderes no actuaban individualmente, sino dentro de grandes redes y sociedades de comercio que, en ocasiones, llegaban a monopolizar la venta de un producto en un área determinada. La concentración del capital en manos de los grandes mercaderes impulsó el desarrollo de un sistema de crédito y pago»7. Los mercaderes empiezan poco a poco a poder ser distinguidos según su categoría: primero están los grandes mercaderes, que son una casta reservada solo a los que tienen el suficiente poder financiero, seguidos de los mercaderes ambulantes y los sedentarios o de tienda. Las mercancías traídas desde lejos son extremadamente diversas, desde especias, telas y tejidos hasta piedras preciosas, ganado, curtidos, etc.
En la España del Siglo de Oro, los mercaderes, sospechosos muchas veces de ascendencia judeoconversa, eran víctimas de «tenaces prejuicios éticos y religiosos»8. En 1546, por ejemplo, Cristóbal de Villalón escribía que el diablo daba a los mercaderes «ánimos para pecar»9.