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Podemos dar por sentado, sin demasiado temor a equivocarnos, que el Antiguo Testamento es el libro de Escrituras que muchos de los miembros de la Iglesia menos conocen. No es difícil entender la razón. El Antiguo Testamento es el más largo de todos los libros de Escrituras, más o menos el doble del Libro de Mormón. La historia de las civilizaciones que describe son las más remotas, comparadas con nuestra época. El Antiguo Testamento contiene una descripción precisa y detallada de la ley de Moisés, parte de la cual ha sido substituida por revelaciones del evangelio restaurado. Por lo tanto, algunas partes del libro, tales como las largas listas genealógicas, los censos numéricos y las descripciones detalladas de rituales en desuso, pueden parecer sin importancia comparadas con las demás Escrituras. Además, el idioma que se usa en el Antiguo Testamento es arcaico y difícil de entender. No es extraño, entonces, que muchos miembros de la Iglesia, a pesar de estar familiarizados con algunos de los relatos del Antiguo Testamento, nunca hayan leído el libro entero. Sin embargo, los profetas, antiguos y modernos, han hecho hincapié en el valor incalculable del Antiguo Testamento, y en el poder que tiene para ayudar a los hombres a conocer mejor a Dios.
En el Nuevo Testamento, el apóstol Pablo elogió a Timoteo diciéndole: “…desde la niñez has sabido las Sagradas Escrituras…” (2 Timoteo 3:15). Como sabemos, las únicas Escrituras que estaban al alcance de Timoteo en esa época eran las que contiene hoy el Antiguo Testamento. El apóstol Pablo dijo lo siguiente acerca de estas Escrituras sagradas:
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