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En la antigua Roma existieron ciertos cargos públicos, de carácter político, que eran elegidos de forma democrática, es decir, mediante el voto de la mayoría. Así, cuestores, pretores, cónsules, entre otros cargos con poder ejecutivo, eran elegidos por el pueblo.
Más adelante, durante la Edad Media y el Renacimiento, en ciertas ciudades de Italia y Flandes —lo que hoy son los Países Bajos— existieron “democracias urbanas”, si bien más que auténticas democracias se trataba de aristocracias.
Con el auge de la burguesía en la Edad Moderna surgieron instituciones, sobre todo de carácter legislativo, es decir, parlamentos, que trataban de hacer posible las libertades y los derechos individuales. Fue en Inglaterra donde, en el siglo XVII, estas instituciones, cuyos miembros eran elegidos democráticamente, comenzaron a limitar el poder absoluto de los monarcas y la nobleza. Más adelante, en La Ilustración, la reivindicación de los derechos y las libertades, vinculados siempre a la pujante burguesía comercial, dio lugar a procesos como la Revolución francesa o la Guerra de la Independencia americana, cuyas aspiraciones eran ya abiertamente democráticas.