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el concepto de ciudadanía ha evolucionado, esencialmente, a partir de tres nociones: los derechos individuales, sociales y políticos; la pertenencia a una comunidad y el ejercicio de la responsabilidad cívica. La ciudadanía se encarga de otorgar un status igualitario a los miembros de una sociedad, mismos que adquieren un conjunto de derechos y obligaciones, y de quienes, se asume, comparten tanto intereses como valores. Asimismo, se ejerce en el espacio público, por lo tanto, se encuentra directamente asociada con la actividad política.
La relación ciudadanía-política puede observarse en distintos niveles. Destaca, por ejemplo, lo relativo a la participación de los ciudadanos en los procesos electorales, la formulación de políticas públicas o propuestas legislativas y los movimientos de expresión social. Aun cuando hay más, todos apuntan al hecho de que el civismo se fortalece si se incrementa la colaboración de sus integrantes. En todos los casos, el objetivo de los niveles del vínculo ciudadanía-política se traduce en que las personas puedan ver cristalizadas ciertas demandas colectivas y, al mismo tiempo, obtengan o multipliquen su representatividad en la toma de decisiones.
Visto así, el gobierno se establece como instrumento de la ciudadanía y, bajo esta lógica, no es aventurado sostener que el carácter de la doctrina política es determinado por la calidad de la participación popular. Esto explica aquello que la mayoría de los especialistas promueven: la importancia de que los habitantes se vean implicados en los asuntos públicos, la polis, que va desde el acopio y análisis de información, hasta la intervención directa y activa en entidades políticas o gubernamentales. En medio de ello, por supuesto, hay un amplio espectro de acción participativa.
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