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Un parque, de por sí, ya es un escenario. Citas concertadas, encuentros casuales, conversaciones fútiles que en ocasiones devienen en reflexiones profundas de dos o más individuos, hogar de indigentes, lugar de contemplación, de paseo, de juego, de seducción... El banco se convierte en el sitio idóneo para la complicidad o el antagonismo, aunque sólo sea por la proximidad física de dos desconocidos. La palabra hace el resto. Este es el punto de partida de las 8 piezas que componen Continuidad de los parques, como también lo fue anteriormente en obras como El Square, de Marguerite Duras, o Historia del Zoo, de Edward Albee. Pero a diferencia de éstas, donde asistimos al drama de sus personajes, Continuidad de los parques nos propone un juego perverso, cómico y engañoso; un retablo de apariencias, de continuos equívocos a medio camino entre el realismo y el absurdo. Es una obra repleta de sorpresas, ágil, desconcertante y eminentemente divertida.
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