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Al igual que la crisis que marcó los años 656-661, cuyo resultado fue la instauración del califato omeya, la que se produjo en los años 740-750 tuvo también gran alcance en el mundo musulmán. Unido hasta entonces bajo el gobierno de los califas de Damasco, instalado en una región fuertemente impregnada por las tradiciones romano-bizantinas que lo vinculaban estrechamente con el mundo mediterráneo, este mundo musulmán vio desplazarse su centro político hacia la antigua Mesopotamia sasánida. Comenzaba, por otra parte, a fragmentarse alrededor de centros de gobiernos autónomos en el marco de los cuales se organizaron diferentes emiratos. En ellos, se desarrolló el Islam adquiriendo características muy específicas en cada caso: por un lado, recibió más o menos las influencias locales y por otro, nunca olvidó la unidad de Dar al-Islam tan sólidamente fundada desde su comienzo. En el mismo momento en que el califato abasí parecía llegar al apogeo del Islam medieval, comenzaba a producirse una disociación político-religiosa frecuentemente considerada la principal manifestación de su declive. En esta compleja evolución, al-Andalus tuvo un puesto importante. Allí apareció, en el año 756, el emirato omeya de Córdoba, el primer verdadero Estado musulmán, separado del califato oriental. Allí también, con la edificación de una mezquita particularmente original en Córdoba, se manifestó por primera vez la aparición de un núcleo de civilización periférica con características fuertemente marcadas. De una forma más general, Occidente marcó para el Islam dos puntos de referencia: en Poitiers, sufrió su primer revés militar, que marcó un punto de inflexión de un dinamismo expansionista que, hasta entonces, no pudo ser frenado más que temporalmente. Por otro lado, en Occidente se sintieron antes y con más fuerza las tendencias centrífugas que iban a ganar poco a poco la batalla a las fuerzas centralizadoras hasta entonces dominantes en la evolución del mundo musulmán en su primer siglo de historia. Con más exactitud, fue en Occidente donde las consecuencias político-religiosas de estas tendencias centrífugas se manifestaron con más evidencia. Se ha señalado más arriba que la política pro-qaysí de varios gobernadores de los últimos califas omeyas habían provocado en al-Andalus, y sobre todo en el Magreb, un fuerte descontento entre los yemeníes y los beréberes. Este malestar, muy notable en el segundo y tercer decenio del VIII, originó a partir del 739-740 graves disturbios político-religiosos que afectaron casi inmediatamente a todo Occidente, anticipándose unos años a las revueltas que incendiaron Oriente a partir del 744 y originaron, junto a la revuelta de Abu Muslim en el Jurasán, el acceso definitivo al poder de la dinastía abasí en el 750. En los primeros decenios del VIII, la difusión en Occidente de la doctrina jariyi, versión igualitaria del Islam, que refutaba el dominio del régimen árabe de los omeyas, dio un soporte ideológico sólido a la protesta beréber.