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La nube violeta
El niño cerró el libro y, entonces, sucedió. En las copas de los árboles se paró una nube de color violeta y le habló. Estaba narrándoles con lujo de detalles lo sucedido a sus amigos, necesitaba decírselo a alguien. Pero se detuvo; sabía lo que dirían o incluso pensarían, así que suprimió la última parte de la historia.
Habló de la nube y dijo que le había parecido algo extraño e intentó averiguar si alguno de ellos la habían visto. No, nadie había visto jamás una nube violeta y, como al niño le encantaban las historias y sabía contarlas de maravilla, sus amigos no dijeron nada, se quedaron observándolo con asombro y les pareció eso, una bonita historia.
La nube le dijo que pidiera un deseo y el niño, que todavía se hallaba bañado de inocencia y credulidad, rogó por un día de vuelta a esa playa junto a sus padres, antes del derrumbe. Esa época en la que ellos lo miraban y él sabía que existía por esa ternura que se posaba sobre su cabeza y lo adormecía.
La nube resultó ser un hada capaz de cumplir cualquier deseo; y el niño vio realizados sus sueños. Tuvo su día, su ciudad, su playa y, después, de nuevo la viudez; porque en su caso no era orfandad: sabía exactamente lo que había perdido y por qué y podía contarlo. Un niño sin padre sólo sabe que no tienen lo que otros sí.
No pudo contarles la verdad a sus amigos, porque en el fondo, sabía que no lo entenderían. Así que, después de pasar la tarde con ellos regresó a su casa, observando cada rincón del cielo, con la esperanza de que otra vez, la maravillosa nube le arrebatara esa viudez.