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Los ríos, con sus cauces, riberas y sotos, son ecosistemas sujetos tanto a los cambios derivados de su propia dinámica natural como también, de manera muy importante, a aprovechamientos por parte del hombre. Son ámbitos de prolongada presencia humana que a lo largo de milenios han sufrido, de forma directa o indirecta, el impacto de actividades económicas de distinto tipo que han repercutido en su evolución morfológica e incluso hidrológica.
Los ecosistemas fluviales son muy dinámicos y complejos, y en ellos convergen aspectos ambientales, económicos y culturales. Su relación con el agua es la que conforma su dinámico paisaje y se da un equilibrio entre la activa dinámica fluvial y la evolución contrapuesta: la de la vida en torno al río, que continuamente parece empeñarse en reparar las consecuencias de la primera. Así, la influencia de la vegetación es tan o más poderosa que la influencia de la hidrología (Bastida 2000). Valga como ejemplo de esta “pugna” el efecto que la presencia de vegetación en las riberas ejerce contribuyendo a estabilizar la geometría del cauce, protegiéndolo de la erosión y disminuyendo considerablemente el arrastre de sedimentos.