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El marco físico urbano más habitual de la vida en común es, evidentemente el espacio público, lugar de tránsito y coincidencia, escaparate de información y archivo de accesibilidades, es decir, que determina la forma, la imagen y el entendimiento de la ciudad.
Es necesaria la permanencia de unos espacios públicos fácilmente legibles e identificables por su forma y por su identidad claramente representativa que conduzcan al ciudadano, le ofrezcan itinerarios comprensibles.
Al espacio público hay que exigirle legibilidad, coherencia y significación. Tiene que ser fácilmente e inmediatamente comprendido para ser adecuadamente utilizado, es decir la definición física de este espacio coherente, explícito y comprensible de la forma urbana. No considerarlo como un simple ornamento o un proceso de embellecimiento, no como un proceso aristocratizante, sino como el vehículo democrático indispensable para una adecuada utilización de la ciudad.
La esencia de la ciudad es la forma, la imagen y la significación de sus espacios públicos.
Para un ciudadano normal, lo mas inteligible son las tipologías formales que durante siglos se han utilizado en todas las ciudades; las calles definidas, las plazas centrípetas o dispersoras, cruces significativos, los paseos, los jardines urbanos, los itinerarios históricos, la compacidad de las manzanas, etc… son tipologías formales.
La arquitectura y el urbanismo no pueden apartarse tan polémicamente de unas necesidades, unas funciones sociales tan evidentes como las que durante siglos han sido resueltas en la ciudad.
La idea de plaza es un concepto que, tomado en su sentido sociológico, político y de propuesta, resulta clarísimo para todos; un espacio público rico, con unas determinadas características de calidad, agradable, vivible, etc…; justamente lo contrario que ofrece en líneas generales la ciudad contemporánea.
La idea de plaza, entendida en su sentido técnico y de proyecto (arquitectónico) no está sin embargo tan clara, es más, es un concepto que está fundado en una mistificación historiográfica bastante reconocible y que (normalmente) se traduce en un objetivo estético y de proyecto tendencioso.
Una cultura urbana activa debería interrogarse sobre el sentido de los nuevos lugares y convertirlos en el objeto de una política urbanística seria.
Proyectar una plaza quiere decir proponerse construir un espacio para la multiplicidad, la casualidad, las relaciones, el diálogo, la concordia, etc… un espacio en el que el sentido de la totalidad (el valor urbano) prevalezca sobre el significado (arquitectónico) de sus partes; de aquí muchos análisis urbanos, muchas lecturas, muchos buenos propósitos y muchos malos proyectos.
Muchos proyectos malos porque, en realidad, se trata de un modelo que no es admisible, y por lo tanto, de un objetivo inalcanzable, derivado de una tardía pero tenaz permanencia en la cultura moderna de un error de finales del XIX.
Está claro que la idea de plaza, entendida como un modelo urbano que está por encima de la historia, no puede dar más que resultados artificiosos o grotescamente pintorescos, y que el resultado de la implícita e intencionada autolimitación de las calidades arquitectónicas no puede tender más que al fracaso.
Su uso debe ser siempre peatonal predominantemente (aunque no siempre), y siempre distinto: residencial, funcional, de enlace o defensivo para protegerse, de lectura, fácil localización, confort, etc… de figura simple, utilizando la vegetación como efecto pacificador en un tercio de la superficie, muy considerable a la hora de resolver el problema urbano, su objetivo principal debe entrar en el ámbito del contraste, de la oxigenación, de la sombra, y sobre todo como reserva verde, vehículo de esperanza.
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