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La última dictadura argentina (1976-1983) asumió el poder a través de un golpe de estado con significativos niveles de consenso social y político, resultante de las condiciones previas de deslegitimación del gobierno peronista que le precedió, de un proceso sostenido de destrucción del Estado de derecho y violencia estatal creciente y de una crisis grave política y económica. Como es sabido, una de las grandes consecuencias de esa dictadura fue la imposición de un proceso represivo, que no era nuevo pero que alcanzó características extremas y radicalmente novedosas con el sistema de desaparición forzada de personas y el robo y sustracción de la identidad de niños y bebés. Desde luego esta forma represiva fue parte de un proceso de disciplinamiento social más vasto que afectó no sólo a los sectores políticos más radicalizados sino a la sociedad en su conjunto y que tuvo como objetivo “refundar” las bases del funcionamiento social, político y económico de la Argentina.
El carácter brutal de la represión y las características particulares de la desaparición hicieron que las denuncias por las violaciones a los derechos humanos se iniciaran tempranamente, en particular en el exterior. Dentro del país y dadas las condiciones imperantes, las acciones de los organismos de derechos humanos comenzaron a alcanzar mayor visibilidad y escucha en los últimos años del régimen. Así, el último tramo del gobierno dictatorial estuvo signado por la emergencia del “problema de los desaparecidos” en el espacio público, demanda que se aceleró notablemente hacia finales de 1982. El otro elemento central que caracterizó esos años fue el proceso de deterioro político del gobierno militar ya incapaz de obtener mínimos consensos entre la población y los sectores civiles dominantes. En efecto, el deterioro precipitado de la situación económica y social, el estallido de los casos de corrupción (los llamados “ilícitos”), la derrota escandalosa en la guerra de Malvinas y el “problema de los desaparecidos” aparecen como los datos fundamentales de una crítica generalizada al régimen militar y el consiguiente reclamo de regreso al orden constitucional.
En el marco de ese proceso, como se ha dicho, un dato notable fue la creciente exigencia pública de soluciones para el tema de los desaparecidos y, de manera más amplia, para el problema de la represión y sus “secuelas”. Habitualmente ello ha sido leído como parte del “descubrimiento de los derechos humanos”1 que habría signado el espacio público en los meses siguientes a la derrota en la guerra de Malvinas, desde junio de 1982, cuando los reclamos de los organismos de derechos humanos comenzaron a hacerse visibles y encontraron distintos niveles de receptividad social.
En ese contexto, los principales actores corporativos que habían acompañado y legitimado al régimen en grados variables y desde sus inicios -es decir, el Poder Judicial, los principales medios de prensa nacionales y la Iglesia Católica- comenzaron a mostrar diferencias con las Fuerzas Armadas sobre la situación humanitaria. Desaparecidos, presos políticos, censura, restricciones de libertades y garantías individuales fueron objeto de críticas y demandas de diverso tenor e intensidad por parte de estos actores.2 También participaron de este proceso y con estas demandas los partidos políticos, aunque su situación en relación con el régimen era distinta y haremos referencia a ella más adelante. En cualquier caso, el proceso es significativo no porque indique un nuevo interés o preocupación por la cuestión humanitaria y la situación de las víctimas, sino fundamentalmente porque, a mi juicio, fue el indicador de un proceso político vasto de defección de los antiguos aliados del régimen. Y resulta más llamativo aún si consideramos que afectó el corazón de las prácticas dictatoriales -la represión- y el centro de la legitimidad inamovible de las Fuerzas Armadas hasta último momento -la legitimidad de la tarea represiva en torno a la llamada lucha antisubversiva-.
Fuente:
scielo.conicyt.