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En nuestro lenguaje diario empleamos ciertas expresiones que demuestran que no siempre reflexionamos sobre lo que decimos. O, al menos, que no ponemos atención en ciertas cuestiones de la lengua en según qué registros. En un lenguaje espontáneo y coloquial, es frecuente caer en solecismos, silepsis o redundancias, por poner algunos ejemplos. Sobre estas últimas hablaremos en las próximas líneas, pues son más comunes de lo que parece. Veremos —y leeremos— con nuestros propios ojos lo que estará abajo suscrito.
Las redundancias son también conocidas como pleonasmos —del griego clásico πλεονασμός ‘redundancia’, formado a partir del verbo πλεονάζω ‘ser superfluo’ y este a su vez de πλείων ‘demasiado’—, que son, como ya es sabido, figuras retóricas que consisten en añadir palabras innecesarias o redundantes en una oración con el fin de darle expresividad. En el párrafo anterior se han introducido dos: veremos con nuestros propios ojos —¿con cuáles si no?— y abajo suscrito —suscribir ya implica escribir debajo de algo—. Ahora bien, cabría preguntarse por qué se cometen estas redundancias; resulta evidente que se trata de un exceso de información, que puede ser intencionado o no. Es decir, en una oración como sube hacia arriba, el emisor está aportando más información de la estrictamente necesaria —que en este caso la ofrece el verbo— pues en subir ya está implícita la idea de ir hacia arriba. Independientemente de que el emisor sea consciente de que el verbo, per se, implica dirección, es posible que la adición de arriba se deba a que el emisor quiere dotar a la oración de mayor expresividad. No obstante, resulta curioso que la redundancia pueda ser tanto un vicio del idioma como un pleonasmo. A este respecto, Ignacio Bosque asegura lo siguiente:
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