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El primero que me habló de Basilio Fernández fue Antonio Gamoneda. En realidad, no me habló
de él, sino que me lo regaló: un día encontré en el buzón un sobre con un libro desconocido, Poemas
(1927-1987), de un autor desconocido, Basilio, publicado por una editorial desconocida, Llibros del
Pexe, que hoy, cuando escribo estas líneas, ya ha desaparecido. Al volumen acompañaba una lacónica
nota: «Léete esto», me ordenaba. No me sorprendió ni su obsequio ni su mandato: Gamoneda
difunde a los poetas que le gustan, como ya había hecho, en mi caso, con José Vega Merino, al que
él define como «uno de sus suicidas», y como volvería a hacer con el iraquí Faik Husein, otro
desconocido, del que me enviaría, años después, las fotocopias de su único poemario publicado en
España, Las escamas del corazón, que había visto la luz en la benemérita colección «Provincia», de
León, dirigida por el propio Gamoneda. Y esa promoción es, no solo una prueba de su sincero amor
por la poesía, sino también de su humilde y constante contribución al placer compartido de la
palabra, algo que, paradójicamente, se observa