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Las divinidades antiguas a las que nos hemos referido pronto empezaron a no satisfacer la imaginación y el sentimiento religioso del hombre pues los hombres deseaban unos dioses más activos que les acompañaran en la vida diaria y participaran activamente en cada uno de los problemas humanos. Así fueron los vencedores del Olimpo quienes formaron parte en su imaginación y pronto predominaron en el culto religioso. Esos dioses, tan fuertes y al mismo tiempo tan sensibles y vulnerables a las debilidades humanas, dirigen el destino y la existencia de quienes aman y odian. Hermosos, majestuosos, cada uno con un papel concreto, formaron el elemento de culto durante muchos siglos. Esos dioses tenían todas las cualidades y todos los defectos de los humanos. Eran severos, castigaban todo comportamiento injusto, pero al mismo tiempo protegían y ayudaban a los justos y los piadosos. Demostraban su simpatía incluso entre sí y tales sentimientos afectaban su comportamiento hacia los humanos, según quien era el dios que los tenía bajo su protección. Dicha afirmación es claramente evidente en la Guerra de Troya donde los dioses del Olimpo intervienen para ayudar a los Aqueos o los Troyanos, según el protegido de cada uno. Son vengativos pero al mismo tiempo extremadamente generosos; se satisfacen y se apaciguan con ofrendas materiales.
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