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Hay una fábrica de vasos de cristal ubicada en la esquina de un barrio elegante, a dos calles de la playa Hermosura, en donde he trabajado casi toda mi vida. Esta semana cumpliré los cuarenta y aún sigo trabajando en el mismo lugar, viviendo en el mismo barrio, vistiendo el mismo uniforme naranja con guardapolvo negro y caminando por la misma trocha de arena que sigue desde el paradero del bus hasta la puerta de entrada lateral de la fábrica que dice «solo para empleados». No tengo nada extraordinario que contar sobre mi vida de los primeros años, pero sí mucho que decir de lo acontecido en esta última semana. Constantino es el supervisor encargado de vigilar al milímetro mi trabajo que por fortuna siempre ha sido el mejor.
Miles de piezas han pasado por mis manos y ahora posan en las vitrinas de muchos hogares. Adonde quiera que iba, Constantino tenía su bondad reflejada en el rostro. Constantino pronto cumplirá los cincuenta, tiene buen porte y nunca deja de usar una gorrita roja de terciopelo. Nadie podría ocultar un error en el acabado del material, porque siempre sería descubierto por los ojos achinados de Constantino.
«Eso está mal, tiene que rehacerlo, Graciela». Cuando está contra el tiempo, sus nervios lo traicionan y empieza a retozar sus muñecas de un lado a otro hasta crujirlas como galletas secas gritando al aire «las órdenes deben de cumplirse, apúrense por el amor de Cristo, apúrense». Recuerdo no haber faltado a mi trabajo salvo la vez que acompañé a mi hermana Felipa a ver la casa que le interesaba comprar. Un olor espantaso salió a nuestro encuentro.
El mal olor era de los restos de comida seca que adornaban los rincones de ese ambiente. Al entrar a la cocina una ola de humo con olor a un aceite quemado nos nubló la vision. El aire fresco de las ventanas lo disipó lentamente. Cuando todo estuvo claro alcancé a ver una silueta que raudamente corrió escaleras abajo, rumbo al sótano.
Su movimiento felino no me impidió mirar su prominente melena negra, volando al aire. La casa estaba muy bien ubicada, el precio no estaba mal, los ambientes eran justo los que mi hermana necesitaba. Lo único que faltaba era ver el sótano en donde su esposo guardaría las herramientas de carpintería.
Alcanzamos a ver las piezas desmanteladas de muchos autos como si estuviesen descuartizados. El hombre de la melena larga estaba agachado, con las manos cubiertas de guantes, ordenando con gran habilidad la montaña de espejos, timones, llantas, ventanas, parabrisas y otras piezas grasientas de un Mercedes Benz. -Se parece al doctor Frankestain, -pensé- operando con manos de filigrana el cuerpo de su cadáver. Estos autos, alguna vez lucieron su belleza, ahora son piezas solitarias, que pronto se venderán a buen precio.
Sus piernas flaquearon y su rostro pálido fué a dar al suelo. La idea era que el dueño no se percatase de nuestra imprudencia y de la caída de Felipa. Sin que todavia me repusiera yo también de lo que había visto en el sótano, apenas tuve fuerzas para caminar hasta el jardín. Habrían acumulado una fortuna con este «negocio».
Una tragedia convertida en la fortuna de esta gente, seguramente liderada por el hombre de la melena larga. No pasaron dos horas cuando un hombre risueño y educado se dirigió a mí. -Soy el policía Tacora. -Su hermana nos ha relatado la experiencia de ayer.
Me tomó de sorpresa la decisión que tuvo Felipa en denunciar el incidente de los carros a la policía. Ahora me tendrían como testigo, perdería muchas horas en una investigación que no me importaba. El trabajo crecía en visperas de navidad, seguramente Constantino me pediría que hiciera horas extras. Ya me había olvidado del incidente del sótano, pero el día en que justamente estaba abrumada con las deudas de mi casa, recibí la citación para declarar un día viernes por la mañana.
-Mira Constantino. -De ninguna manera, Graciela. No lo pensé dos veces y aun contra su voluntad me presenté a declarar ante el Sargento Tacora. Puso en la mesa la foto del hombre que yo idealicé como Frankestain.
No recuerdo los detalles de su rostro porque todo sucedió muy rápido. -Y su hermana, ¿como reaccionó?. El ruido asesino de esos cuatro disparos al aire, me despertaron al mundo real. Justo miré el instante en que a Constantino le quitaron violentamente el gorrito de terciopelo.
Su espesa melena cayó sobre sus hombros con la fuerza natural de un ave recién salida de prisión. El hombre del sótano, el de la fotografía y Constantino eran la misma persona, con diferente rostro. Fué el Teniente Tacora quien lo hizo luego de su persistente indagación. -¿Sabe usted, Graciela, porqué su hermana denunció a este hombre? –me dijo el Teniente Tacora.
Su hermana enloquecía por su jefe, pero él se entusiasmó con una jóven compañera suya. Su hermana, en represalia, no lo pensó más y decidió denunciarlo. Constantino sigue en prisión.