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A lo largo del tiempo la naturaleza ha inspirado a los artistas, particularmente a los músicos, lo que ha generado diversos modos de expresión que no hacen sino manifestar su infinitud inagotable. No pocos compositores han vertido en sus partituras las sensaciones y los pensamientos generados por la contemplación de los cielos, de la tierra, de las aguas, de los estrépitos, de los murmullos, de los silencios, en definitiva, de una de las mayores fuentes de inspiración musical desde los albores creativos: la naturaleza. Unos han pretendido simplemente describirla, imitando los sonidos naturales o reproduciendo fenómenos acústicos; otros han creado originales sonoridades que nos evocan de inmediato lugares, paisajes, alegres reuniones campestres, las estaciones, el canto de las aves... En lo natural parece hallarse la clave de la música, desde su primitivo significado territorial y sexual hasta el de refinamiento emocional y espiritual.
Pese a ser un arte en esencia no representativo, la música es capaz de codificar tanto las entrañas de la Tierra, como los infinitos rumores del mar o el maravilloso canto de las aves, distintas vías que ponen de relieve cómo el arte musical puede llegar a conmovernos. En relación a ello, Schopenhauer –de forma bastante especulativa– llegó a decir que aunque el mundo como representación se viniese abajo, la música podría subsistir por sí misma.