Los momentos de la Liturgía de la Palabra y la Liturgía de la Eucarístia

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Respuesta dada por: pintojuan0625
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Los eclesiásticos y los monjes, a los principios de su institución, llevaban la misma ropa que los seglares, y no se diferenciaban de éstos exteriormente si no es en ser y parecer más timoratos, y acaso más austeros.

Pero luego que se reglamentó el claustro, pareció mal que los monjes siguiesen la moda en el vestido, mas retuvieron siempre un mismo estilo de ropa. Y habiéndose mudado enteramente con el tiempo la de los seglares, los monjes quedaron con un traje singular que les exterioriza la profesión.

Sea ya el monje lo que quiera, siempre parece monje. Por tanto, la disciplina de los hábitos, en medio de tener un origen muy recomendable, tiene la misma tendencia que las insignias de las órdenes de caballería. Aunque uno sea un hombre bajo, si lleva las insignias de caballero todos los que no le conocen le gradúan de tal, y los que le saben el fraude tienen todavía que respetarlo por atención a los otros caballeros, cuyo rango se le solemniza. Lo mismo es con los monjes. Aunque alguno de éstos, por desgracia, sea tan desahogado e irreligioso como quiera, el hábito le pregona recogido y religioso: aun conociéndole su maldad, hay que tenerle consideración por razón del hábito. Porque como entonces no se dice fulano es un pícaro, sino el monje fulano es un pícaro, parece que la tacha o apodo moral cae no sólo en el nombre del individuo, sino también en el de la especie, y por esto todos los que son de ella se resienten. Y por rencillas que tengan entre sí, se reúnen de común acuerdo y juntan sus fuerzas para defender todo aquello que se refiere al hábito; del mismo modo que cualquier cuerpo, sea el que se fuere, propende naturalmente a tener parcialidad por el más mínimo miembro suyo, en competencia con los extraños. Cuando un coche atropella sin culpa, todos los que van a pie se reúnen para acriminarlo. Aunque un noble cometa un asesinato aleve, y que por consiguiente lo infama en el concepto público, todos los nobles en España se oponen a que se le dé suplicio infamatorio. Si a un eclesiástico, por criminal que fuese, lo sacasen a un patíbulo, patearían todos los eclesiásticos. Si esto sucede con los cuerpos que tienen poca liga, ¿qué será con un cuerpo de gentes que viven en perpetua liga y compañía, atadas mutuamente con un vínculo solemne, y tan indisoluble casi como el del matrimonio? El hábito, pues, pregonando la liga a una legua de distancia, protege forzosamente la licencia del monje que degenera de su santo instituto. El hábito quita parte del estímulo virtuoso que tenían antiguamente. Puede decirse en algún modo que ya el hábito hace al monje.

También se refiere aquí la liturgia, u oraciones y oficios de la Iglesia, y en general toda solemnización de lengua, porque estas cosas, en solemnizándose, son ya un distintivo que hace el mismo efecto que el de la ropa.

Cuando el idioma de los oficios de Iglesia era el común, el auditorio reparaba en la devoción y propiedad con que oficiaban los ministros, y reparándolo, los tenía a raya. Ahora que habiéndose mudado la lengua del país, los oficios han seguido naturalmente en la misma en que se establecieron, el auditorio, como que no la entiende,

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