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contaminación y los residuos tóxicos son la otra cara de la moneda del desarrollo industrial concebido como panácea y sinónimo de progreso. Cuando nos encontramos con datos que afirman que España es el octavo estado emisor de gases contaminantes a los niveles bajos de la atmósfera (solamente de dióxido de azufre se emiten tres millones de toneladas), que a la mayoría de los acuíferos de la cuenca mediterránea le quedan por término medio solamente 20 años de utilización debido a la contaminación de nitratos, o que el 75% de las aguas residuales que llegan al Mediterráneo de las 140.000 fábricas y 120 millones de personas que se asientan en sus bordes no están depuradas, nos damos sólo parcialmente cuenta de la magnitud del problema. Un problema debido, entre otras razones, a que no estamos acostumbrados a pensar solidariamente con conciencia histórica y a que estamos hipnotizados por la instantaneidad del uso y disfrute de lo que nos rodea.