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La Francia de 1799 era totalmente distinta a la de 1789. En apenas una década, la Revolución había creado un estado completamente nuevo. De una monarquía absolutista se había pasado a una república. Ya no había súbditos, sino ciudadanos. La sociedad, antes capitaneada por aristocracia y clero, tenía ahora en la burguesía su motor principal. Tan irreconocible estaba la nación y tan original era el modo en que se había organizado que hubo de remontarse a la Roma clásica para dar nombre a sus nuevas instituciones: Senado, Consulado, Tribunado, Prefectura...
Las leyes y la economía, el arte y la ciencia, la educación, el ejército, el papel de la Iglesia, la administración territorial... todos los aspectos del estado habían cambiado respecto del Antiguo Régimen. E, inevitablemente, el modelo de esta renovación integral se tomó como ejemplo en aquellas otras latitudes en que también se perseguía la soberanía del pueblo en los asuntos colectivos, la libertad política y la igualdad ante la ley. Francia estaba de estreno tras el vendaval revolucionario y el mundo la miraba fascinado